El vicepresidente del Gobierno italiano, Matteo Salvini, ha pronunciado hace unos días una de esas frases rimbombantes que tanto gustan a los políticos. Ha dicho: “Por supuesto que merece la pena sobrepasar el límite del 2% en la relación entre déficit y PIB. El derecho al trabajo y a la felicidad de millones de italianos no puede vincularse a ninguna cifra”.
La idea no es muy diferente de la de aquella gente que piensa, por ejemplo, que tiene derecho a irse de vacaciones a una playa del Caribe, sin preocuparse demasiado del saldo de su cuenta corriente y cree que para eso existen los préstamos al consumo. Aumentar el gasto puede permitir al Gobierno ofrecer a los votantes algunos servicios más y generar, tal vez, algunos puestos de trabajo en el sector público. Pero los contribuyentes, como nuestro viajero, lo acabarán pagando con creces y, en el medio y largo plazo, ni siquiera verán el aumento del nivel de empleo, ya que el sector privado acabará sufriendo un efecto de desplazamiento como consecuencia del mayor gasto público.
La primera idea que se enseña a los alumnos cuando empiezan a estudiar economía es la de coste de oportunidad, que, en lenguaje más popular, se explica con la conocida frase: “no hay comidas gratis”. Y si a la hora del café se presenta el camarero con la cuenta, que el cliente no pensaba pagar, este puede llevarse un disgusto considerable. En el fondo, el problema de los Gobiernos que se resisten a reducir el déficit público tiene algo de preferencia temporal por el consumo presente por parte de la gente, y mucho de engaño interesado al votante. Cuando ofrece la felicidad elevando el déficit, el político se comporta, más o menos, como un vendedor de crecepelo que tienta a personas que, como yo, ven crecer su calva cada día.
Tan pintoresca declaración gubernamental ha tenido lugar en Italia. Pero no se hagan ilusiones. En España hay muchos políticos que piensan lo mismo, y mucha gente que quiere ser feliz. Lo malo es que, cuando un país se arruina, la felicidad escapa por la ventana.