En América Latina, existe una obsesión en el discurso político por los modelos a seguir, lo que desemboca en la réplica casi sistemática de leyes, prácticas o políticas públicas tomadas de otras latitudes. Así, siempre que se debate sobre la viabilidad de determinado proyecto se suele acudir al argumento comparativo, tomando como base la experiencia de algún país con similitudes culturales en el que se haya demostrado su funcionalidad. Uruguay, Costa Rica, Chile y España son los eternos referentes, cada uno con sus respectivos matices. En el caso de los dos últimos, parte del éxito cosechado se debe al ideario de, por un lado, Jaime Guzmán Errazuriz, y, por otro, de los siete padres políticos de la Constitución española.
El primero era un abogado, académico y político de la segunda mitad del siglo XX, medianamente desconocido fuera de su país natal, pero cuya vida y obra han tenido un impacto tremendo en Chile y, en menor medida, en otros países de América Latina. No en vano, se trata de la prodigiosa mente detrás de la Constitución de 1980. Pese a que todo el mundo habla del Chile contemporáneo como de “la obra de Pinochet y de los Chicago Boys”, en realidad, lo que más importa son las ideas que sustentan la arquitectura constitucional, de las que, en buena parte, es artífice Guzmán. En cuanto a los siete políticos que, en España, integraron la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas que elaboró el anteproyecto de su Carta Magna son Gabriel Cisneros (UCD), Miguel Herrero (UCD), José Pedro Pérez-Llorca (UCD), Gregorio Peces-Barba (PSOE), Jordi Solé (PCE), Manuel Fraga (AP) y Miquel Roca (Pacte Democràtic per Catalunya). Todos ellos tienen muchos puntos en común, como una mezcla de ordoliberalismo, Doctrina Social de la Iglesia, y una patente influencia de la obra del autor norteamericano Michael Novak (en el caso de Guzmán).
Bajos estos mimbres, Chile y España se han erigido como principales referentes. Ambos países han atravesado procesos de democratización semejantes a los experimentados, en mayor o menor medida, por El Salvador o Guatemala. Pero, a diferencia de ellos, y fruto de su buena estructura constitucional y de la construcción de una institucionalidad robusta, han podido alcanzar niveles de prosperidad y paz que no son comparables a los de la problemática región del Triángulo Norte de Centroamérica. Así, el tránsito a la democracia de ambas naciones se caracterizó por la premura en salir de la oscuridad de sendas dictaduras, y, a la vez, por la necesidad de levantar un armazón institucional sólido que garantizase la paz y el desarrollo económico. Para cumplir esos objetivos, había que vertebrar el marco constitucional con una serie de principios, entre los cuales están: (i) El de subsidiariedad, plasmado expresamente en el texto constitucional chileno, que reza “El Estado reconoce y ampara los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad y les garantiza la adecuada autonomía para cumplir con sus propios fines” (Art. 1, apartado 3, Constitución Chilena); (ii) el modelo de control de constitucionalidad (Art. 81 Constitución Política de República de Chile y 159 Constitución Española); y (iii) el sistema bicameral/mayorías especiales (Arts. 66 CE y 42 CPRC).
Éstas son expresiones de ideas básicas para la construcción de un auténtico régimen democrático. La primera, por el reconocimiento explícito de la importancia de la sociedad civil en el cumplimiento de metas relacionadas con el bien común; la segunda, porque la fortaleza del Estado Constitucional de Derecho reside en que sus tribunales de justicia sean imparciales e independientes, en especial, el encargado de la defensa del orden constitucional; y la tercera, porque el proceso legislativo obliga a los partidos a alcanzar consensos para la efectiva promulgación de nuevas leyes y disposiciones, y a la vez, sirve como medida para combatir el exceso de legislación.
De lo anterior podemos concluir que tanto Guzmán como los padres de la Carta Magna española tenían la suficiente claridad de ideas sobre el propósito nuclear de una Constitución: la limitación del poder político. Así, entienden la actuación del Estado en clave subsidiaria, comprendiendo este principio integralmente, es decir, tanto en su vertiente negativa como positiva. Además, se decantaron por el establecimiento de un Tribunal de jurisdicción privativa, que tuviese a su cargo la defensa de la Constitución —con un modelo de amparo limitado y de complejidad mediana. Por último, diseñaron un engranaje parlamentario bicameral, fortalecido por un sistema de mayorías especiales dependiendo de la materia legislativa a tratar.
Tanto el chileno Guzmán como los siete padres de la Carta Magna española tenían claro que una constitución ha de limitar el poder político
Los tres puntos en común de estos dos modelos exitosos permiten que se ponga sobre la mesa una discusión que plantea preguntas de una relevancia fundamental: ¿los siete padres políticos de la Constitución Española, que redactaron un pacto social para vivir en paz, son el modelo a seguir? ¿Jaime Guzmán, cobijado por la Comisión Ortúzar, designada por el general Pinochet, era garantía de entereza ideológica y de rigor en su conocimiento sobre arquitectura constitucional? ¿Las mejores constituciones son fruto del consenso o resulta preferible un dictado bajo el amparo autoritario? ¿Qué modelo presenta más riesgos o más ventajas?
Al final, es preciso señalar que las ideas de un abogado chileno, de anteojos grandes y disciplina admirable, marcaron el rumbo de una nación entera y la vida de millones de personas en las últimas décadas. Similar realidad a la de la amalgama contenida en la Constitución Española del 78. España y Chile quedan así instituidos como referentes de las cosas bien hechas: por su ejemplar transición a la democracia (se encuentran entre las treinta democracias más plenas del mundo, según el Democracy Index de Economist Intelligence Unit, y suben cada año en el Índice de Calidad Democrática), por sus envidiables indicadores sociales, y su robusto Estado de Derecho.
Detrás de la buena marcha de una nación están los cimientos de la institucionalidad. Y una buena Constitución la hacen las ideas correctas (de las que se derivan correlativas consecuencias), de personas como Guzmán, que convenció a sus pares, o como los siete padres de la Constitución Española. Todos ellos, en el momento propicio, cambiaron el rumbo de sus respectivas patrias.