La negociación entre el PSOE y los diferentes partidos de izquierda y nacionalistas para formar un gobierno llena las portadas de los periódicos, y copa las radios y las televisiones. La enésima prueba de cuán aficionados al juego político nos hemos vuelto los españoles, pues el lujo de detalles que nos regalan los medios de comunicación excede en mucho lo estrictamente informativo, revelando que el mayor espectáculo de nuestro país, acercándose peligrosamente al fútbol, es la política.
No obstante, me temo que ni es un juego, ni lo que se está negociando es un cambio de gobierno. Nunca se trata de lo primero porque de la política emergen quienes representan al pueblo español y trabajan en las instituciones. Sin embargo, son los propios políticos quienes, a menudo, se empeñan en demostrar lo contrario, como quedó patente durante la toma de posesión de algunos de nuestros recién electos diputados, depositarios de la soberanía nacional y, sin embargo, con escasa capacidad de entendimiento y un comportamiento altamente reprochable. En verdad, por cuanto los políticos (especialmente nuestros representantes) son el espejo de la sociedad, esto influye en el fondo de la cuestión —ideología, intereses, etc. En cuanto a las formas, la sociedad española está actualmente muy por encima de su clase política. En este campo, resulta difícil encontrar hoy una representación fidedigna.
Asimismo, hay quienes han visto con normalidad, interés, e incluso sorna, muchos de los acatamientos de la Constitución que hace unos días nos brindaron varios de sus señorías. Entre otros, los diputados de JxCat lo hicieron “por la república catalana”; los de Bildu, en euskera “por la república vasca”; y los de ERC, “por la libertad de los presos y las presas políticos y hasta la constitución de la república catalana, por imperativo legal”. Sin embargo, hay pocos que lo hayan visto con la alarma que, a mi juicio, hubiera debido ser la reacción dominante. No en vano, esto pone de manifiesto que, además de no tratarse de un juego, tampoco son unas meras nuevas Cortes o un simple cambio de gobierno. Estas fórmulas de acatamiento de la Carta Magna por parte de quienes se dedican profesionalmente a atacarla revela que el muy probable nuevo gobierno traerá consigo profundos cambios al régimen de 1978, que tiene como piedra angular una Constitución por la que no se siente representado un 25% del Congreso de los Diputados. Así, el cambio de gobierno equivaldrá, en realidad, a un verdadero cambio de régimen. Por tres motivos fundamentales.
En primer lugar, por quienes lo configurarán. En este aspecto, hasta cierto punto resulta irrelevante si hay partidos que formarán parte del Ejecutivo liderado por Sánchez o simplemente se abstendrán para facilitar su formación. Sea como fuere, el nuevo gobierno estará en deuda con quienes les hayan prestado su apoyo (o aquiescencia). Lo ejemplifica el caso de Navarra, donde Bildu está cobrando muy caros los favores al PSN en la investidura de Chivite.
En segundo lugar, es muy importante el cuándo. Y no el que tratan las tertulias políticas o los informativos, centrados en su mayoría en si habrá gobierno por Navidad o no. Se trata más bien de una cuestión contextual, del panorama, tanto nacional como europeo y global, en el que este nuevo Ejecutivo, emanado de estas Cortes, entraría en acción. A la desaceleración económica internacional se le suma una inestabilidad política, territorial, social e institucional inédita en España desde el golpe de Estado de 1981 (si no mayor), y no hay nada que augure que un gobierno formado por comunistas, socialistas y nacionalistas vaya a demostrarse capaz de eliminar tensiones y superar crisis, sino todo lo contrario.
Por último, y esto es algo sorprendentemente ausente —o marginal— en los medios de comunicación y las intervenciones de los líderes políticos, está la cuestión de qué se está pactando. Pues bien, lo que el PSOE ya ha acordado con Podemos, y ahora está negociando con ERC y otras formaciones políticas de menor envergadura, es la liquidación de la Constitución de una forma tan implícita —pues no lo dicen— como evidente. No hay nocturnidad en este asedio a la Carta Magna. Se produce a plena luz, a la vista de todos los españoles. Y la clave se halla en el apoyo de los nacionalistas y los comunistas a un PSOE que se ha convertido en una caricatura de lo que fue.
La IV República Francesa se derrumbó, sobre todo, por la falta de consenso y la sucesión de gobiernos que se formaban y disolvían con pasmosa rapidez
En efecto, todos estos cambios que traerá consigo el nuevo gobierno revisten tal profundidad que denotan más que un mero reemplazo del Ejecutivo. Para comprobarlo, merece la pena echar un breve vistazo atrás, y remontarnos a la Cuarta República Francesa, pues los paralelismos son cristalinos y, precisamente por ello, inquietantes.
Como parece haber sucedido con Cataluña en el caso de España, el detonante para el colapso de la Cuarta República Francesa se produjo con la crisis de Argelia de 1958: su colonia con mayor población gala, que buscaba denodadamente su escisión de la metrópoli. También como en Cataluña, la situación se agravó por las tensiones entre un porcentaje elevado de la población, que quería seguir formando parte de Francia, y los que deseaban separarse. Y precisamente por ello, como en Cataluña asimismo, el conflicto entre el territorio que pugnaba por su independencia y la metrópoli adquirió altos índices de fricción interna y fractura social.
Los tiempos han cambiado mucho en sesenta años, y el uso de la violencia resulta cada vez más residual (afortunadamente) de cara a conseguir réditos políticos en Occidente, incluso aquellos legítimos en las democracias actuales, como la preservación del Estado de derecho. Quizá, esto explica por qué, al contrario que en la Argelia de 1958, en Cataluña no se haya desatado un conflicto con aires guerracivilistas. Ni que, al contrario que entonces, no se haya alzado en rebeldía una facción del ejército para, unilateralmente, poner fin al deseo separatista. La tensión se asemeja, pero los mecanismos empleados hoy, aunque similares, no son idénticos.
Pero lo especialmente revelador es que la Cuarta República Francesa, además de por los choques nacionalistas y separatistas señalados arriba, se derrumbó, sobre todo, por una falta de consenso político y una sucesión de gobiernos que se formaban y disolvían con pasmosa rapidez. Así, en el sistema parlamentario de la Cuarta República hubo 21 primeros ministros entre 1947 y 1958.
A estas graves circunstancias, en el caso español, se suma el hecho de que, por primera vez en Europa Occidental, los comunistas entrarán en un gobierno, con las consecuencias inevitables que esto tendrá, tarde o temprano, para la creación de riqueza, el mantenimiento del Estado de bienestar y la salvaguarda de las libertades de los ciudadanos.
Por finalizar con la comparación, en la Francia de finales de los años 50, ante la situación de colapso total, el presidente De Gaulle encabezó un proceso para la disolución de la Cuarta República y convocó una convención constituyente que daría lugar a la Quinta (y actual) República Francesa. En la España de hoy, Sánchez —por motivos ideológicos o meramente pragmáticos, lo cual es indiferente por resultar igualmente deleznable— está haciendo exactamente lo mismo: cambiar el orden constitucional. No obstante, hay una diferencia mayúscula. La Quinta República nació a través de un proceso constituyente de reforma, mientras que el nuevo régimen español que se desprenderá del más que posible gobierno de fuerzas nacionalistas y de izquierda lo hará a través de la subversión del mismo. Un orden constitucional que, con sus virtudes y defectos, ha traído el mayor periodo de concordia, armonía, convivencia, prosperidad y libertad de la historia de nuestro país. Una Constitución que es el pilar de un régimen que merece la pena preservar, y más si cabe a la vista de la alternativa de pesadilla negociada que parece ya inminente.