La desigualdad económica es fruto del hecho de que los hombres somos diferentes y libres. Tal y como explicábamos en la primera parte de este artículo, nacemos con talentos diferentes y vivimos moldeados por entornos y circunstancias diferentes; el cambiante viento de la suerte unas veces sopla de popa y nos empuja felizmente; otras viene de proa, nos frena y nos obliga a cambiar de rumbo. Por último, el maravilloso don de la libertad, que permite al hombre cambiar y re-crearse, nos permite reaccionar de forma diferente incluso ante circunstancias idénticas. También sabemos que la riqueza, por sus características intrínsecas, es una variable que sigue una distribución estadística exponencial y profundamente asimétrica (como muchas otras en la Naturaleza y en el dominio de la acción humana). Por lo tanto, la distribución desigual de la riqueza no sólo es inexorable, sino completamente natural y no fruto del abuso o la explotación de unos pocos. Pongamos algunos ejemplos.
La inmensa mayoría de los escritores suficientemente dotados y afortunados como para ver publicadas sus obras apenas venden unos pocos miles de ejemplares. J. K. Rowling, sin embargo, ha vendido 400 millones de ejemplares de la saga de Harry Potter. ¿Ha hecho algo mal? ¿Es injusto? ¿Debemos castigarle por ello? La inmensa mayoría de los cantantes suficientemente dotados y afortunados como para poder grabar un álbum apenas venden unos pocos miles de discos. Los Beatles, sin embargo, han vendido durante su carrera del orden de 300 millones de discos. ¿Es injusto? ¿Deben ser castigados? La inmensa mayoría de actores suficientemente dotados y afortunados como para obtener un papel en una película nunca salen del anonimato. Las películas de Tom Hanks o Harrison Ford, sin embargo, han sido vistas por cientos de millones de personas en todo el planeta. ¿Han cometido alguna injusticia? Las creaciones de la inmensa mayoría de inventores no verán jamás la luz, y la mayoría de empresarios fracasan. Steve Jobs, sin embargo, vendió millones de Macs, iPods, iPads y iPhones y hoy Apple, fundada en 1976, vale 650.000 millones de dólares, siete veces lo que vale el Santander y diez veces el valor de Telefónica. Estas personas, producto de su talento, sus circunstancias, el factor suerte y sus decisiones tomadas en el ejercicio de su libertad son ejemplos extremos de desigualdad. Debemos preguntarnos: ¿qué hay de injusto en su éxito? ¿Han causado algún perjuicio a la sociedad o más bien la han enriquecido?
A pesar de ello, la desigualdad económica ha sido desde siempre utilizada por los que ansían poder político para alcanzarlo. Es una herramienta facilita y socorrida (no les exijan mucho más) para ganar el poder o mantenerse en él. Encienden las brasas de las peores pasiones del ser humano, de la codicia, la violencia, la ira, la envidia, la mentira y la soberbia y fomentan que, de forma falsaria, culpemos a los demás de aquello que no nos satisface. En efecto, no son nobles principios sino nuestra naturaleza caída la que nos lleva a negarnos a reconocer la superioridad de otros en el campo que sea y a querer apropiarnos de lo suyo, la que nos hace resistirnos a aceptar que su recompensa pueda ser legítima y justa; de hecho, sólo lo perdonamos, hasta cierto punto, cuando lo consideramos fruto exclusivo del azar. Bien se han aprovechado de todo ello para adular al pueblo, alcanzar el poder y procurar no abandonarlo jamás los totalitarismos del siglo pasado (fascismo y comunismo), el omnipresente socialismo en las democracias occidentales y el más rancio y siniestro marxismo-leninismo del s.XXI (mal llamado populismo). Realmente, la estrategia es siempre la misma: su esencia consiste en encontrar un “enemigo”, un chivo expiatorio a quien culpar de todos los males, una minoría que pueda ser fácil objeto de la envidia y la ira mutuamente alimentadas. En distintos lugares y en momentos distintos de la Historia, esa minoría ha ido variando: unas veces les tocó a los extranjeros, otras a los aristócratas, otras a los cristianos, otras a las minorías raciales, y otras a los judíos. Probablemente, la minoría seleccionada al hilo de la actual crisis sean los ricos.
En aras de la igualdad, por ejemplo, propugnan gravar con tipos impositivos de una progresividad confiscatoria la renta o la riqueza, lo que a mí me parece bastante parecido a imponer un techo al éxito, al esfuerzo o al talento. ¿Sería justo prohibirles en aras de la igualdad a Rowling, a los Beatles, a Nadal o a Jobs vender más libros o discos o iPads, o prohibirle ganar más torneos, a partir de una cifra determinada? Pues bien, cuando los políticos y su corte de economistas-propagandistas (que viven de llevarse bien con el establishment) proponen una fiscalidad abusiva “para unos pocos” esto es exactamente lo que se está haciendo, puesto que renta y riqueza son sólo número de libros, discos, DVDs y torneos multiplicados por un precio. En vez de estigmatizarles porque hayan tenido éxito, ¿no sería más justo valorar su talento, esfuerzo y sacrificio, las decisiones acertadas tomadas durante una vida, las superaciones de los obstáculos a los que se han enfrentado, las puertas cerradas, los noes, las dudas y los miedos? Yo entiendo la riqueza como reflejo económico de un servicio valorado por la sociedad, y defiendo que la riqueza obtenida de forma moralmente lícita en un ambiente de libertad y bajo el imperio de la ley es justa, y que no hay que perseguirla, sino protegerla. Sin embargo, la manipulación de los que sólo aspiran a saciar su sed de poder ha calado en nuestra sociedad occidental, especialmente en el último siglo. Bajo el hipócrita disfraz de la igualdad, Occidente ha decidido enterrar el Décimo Mandamiento e institucionalizar la codicia de los bienes ajenos.
¿Y qué ocurre en nuestro país? ¡Qué les voy a contar! El cronista árabe Ibn Hazam escribía en el s.XI (¡hace casi un milenio!) que en España “sus habitantes tienen envidia del sabio que entre ellos surge y alcanza maestría en su arte (…), y si descolla claramente entre sus émulos (…) entonces se le declara la guerra al desgraciado”. Aquí da la sensación de que el único campo donde se acepta con naturalidad la desigualdad es en el deporte. Cuando dos equipos de fútbol, un tenista o un ciclista acaparan durante años la inmensa mayoría de trofeos se les admira y jalea. En aras de la igualdad, nadie estaría de acuerdo en penalizar al Real Madrid exigiéndole que ganara dos partidos en vez de uno para obtener los correspondientes tres puntos, como nadie consideraría justo que a Nadal le exigieran ganar por 6-0 para que el set puntuara como victoria.
En conclusión, ¿sería muy descabellado proponer para su reflexión, querido lector, una ecuación muy, pero que muy políticamente incorrecta? Desigualdad económica=libertad=justicia. Termino citando a un político español que, hace treinta años, elogiaba en un artículo publicado en un periódico regional el libro La Envidia Igualitaria, de G. Fernández de la Mora. En aquel artículo, dicho político afirmaba: “la igualdad implica siempre despotismo y la desigualdad es el fruto de la libertad”. De forma verdaderamente sorprendente, el autor de esa frase es hoy nuestro actual presidente del Gobierno y, sorprendentemente también, por una vez estoy de acuerdo con él. Qué cosas.