Desde hace bastante tiempo, muchos economistas explicamos el comportamiento de los políticos como agentes econó- micos racionales que intentan maximizar sus propias funciones de utilidad, haciendo uso de los instrumentos –y de las instituciones– que tienen a su alcance. Es la denominada teoría de la elección pública o public choice que se abrió camino en el mundo de las ciencias sociales a partir de los trabajos de Buchanan y Tullock en la década de 1960. Son muchos los ejemplos de este tipo de estrategias que podrían citarse, según los políticos estén en el gobierno o en la oposición, según estén en vísperas de unas elecciones o en el período posterior a su celebración, según las posibilidades de realizar acuerdos de intercambio con otros políticos que tengan algo que ofrecer y deseen algo que se les pueda dar, etcétera. A quienes analizamos la política económica –y la política en general– desde este punto de vista se nos ha acusado, en ocasiones, de ser escépticos en exceso y de no ser capaces de ver cómo tantos y tantos políticos luchan por la defensa del bienestar de los ciudadanos. Creo, sin embargo, que nuestro punto de vista es el acertado; y los hechos confirman, una y otra vez, la validez de nuestro enfoque.
Hoy veo difícil que cualquier observador que, de forma imparcial, analice lo que ha sucedido en la política española a lo largo del último año, tenga argumentos para rebatir nuestras teorías. Y el espectáculo que ha dado el Partido Socialista en estos días es un ejemplo de manual de lo que estoy diciendo. La idea de que determinadas personas están actuando, de forma clara y sin tapujos, en busca de su propio interés no es ya la opinión de unos economistas más o menos cínicos o con poca fe en la política. Son los propios compañeros de partido los que se lanzan, sin disimulo alguno, estas acusaciones a la cara. Y lo más notable es que, cuando lo hacen, unos y otros tienen razón. La idea de disfrazar las ventajas particulares mediante alegaciones al bien común o, incluso, a principios ideológicos, es también un resultado muy conocido en la literatura económica. Por poner sólo un ejemplo; si yo defiendo un arancel de aduanas porque beneficia a mi negocio, nunca lo haré en estos términos. Diré, en cambio, que es bueno para el país, que necesita tener una industria potente, que cree nuevos empleos para los trabajadores en paro. Y lo mismo ocurre en el debate socialista. En él, aparentemente, nadie está interesado en el poder per se, o en ocupar un cargo. Y algunos presentan el enfrentamiento con sus compañeros de partido como una cuestión de ideología. Por ejemplo, cabe argumentar que “yo soy más de izquierdas que tú y es preciso que ocupe el cargo para que mis ideas triunfen”; aunque, naturalmente, los supuestos firmes principios ideológicos cambiarían de forma sustancial si un desplazamiento hacia el ala “moderada” fuera acompañado de mayores posibilidades de un nombramiento.
Decía Buchanan que un objetivo fundamental de las Ciencias Sociales es explicar los procesos que permiten que los hombres vivamos juntos sin acabar en una guerra, como planteaba Hobbes, y sin someternos a un poder autoritario. Y, para entender mejor el mundo en el que vivimos, recomendaba abandonar la idea del político como “déspota benevolente” y estudiar su actividad con la misma metodología con la que analizamos el comportamiento de los empresarios o los consumidores. Y, dadas la naturaleza del ser humano y las estrategias habituales de quienes ocupan cargos públicos y utilizan las instituciones para lograr sus propios intereses, la mejor solución para lograr una sociedad libre sería limitar su capacidad de adoptar decisiones de forma discrecional y someter su actuación a la disciplina de normas y reglas eficientes. Y tal idea no es sólo relevante para analizar el Estado y las políticas públicas, sino también para numerosas organizaciones de todo tipo.
La guerra que se libra en el Partido Socialista confirma también este planteamiento del problema. En el momento de escribir estas líneas el debate se centra ya en la interpretación de unas reglas, cuyo sentido, al parecer, no es claro. Este es un caso normal, desde luego, en cualquier institución. Y para ello se han creado los organismos de resolución de conflictos, el más importante de los cuales es la administración de justicia, que es posible que acabe interviniendo en este asunto. Y otra conclusión relevante es que, con unas normas más claras, la incertidumbre sobre el resultado del enfrentamiento se habría reducido para unos y otros, lo que habría contribuido a que llegaran a algún tipo de acuerdo negociado.
Pensaba Adam Smith que los políticos son “animales astutos e insidiosos” y que sus opiniones dependen de los cambios que experimenten en cada momento los asuntos en los que estén ocupados. Visto lo visto en esta curiosa guerra que nos tiene a todos un tanto perplejos, caben serias dudas sobre la astucia de algunos de nuestros políticos; ninguna, sin embargo, en lo que se refiere a su comportamiento insidioso.