Donald Trump es genio y figura. Una de esas personas a las que se ama o se odia. No tiene término medio, y la gran mayoría de la base del Partido Republicano lo adora. Se vio durante su primera campaña electoral, mientras se comía, uno a uno, a todos los candidatos presidenciales en las primarias republicanas. Después continuó con Hillary Clinton y el Partido Demócrata en 2016. Se constató también en las pasadas elecciones del 3 de noviembre de 2020, y se ha vuelto a comprobar en su reaparición ya como expresidente de Estados Unidos en la CPAC 2021.
Lo acontecido en los últimos meses no se había presenciado nunca en toda la historia del país. El acoso que sufrió para que abandonara su lucha electoral, de manera coordinada entre diversos poderes, era algo de lo que ya avisó a principios del año pasado y era de esperar, tal y como ocurrió en las primeras elecciones a las que se presentó. El establishment no podía permitirse perder estas elecciones. Cuatro años de retraso en determinados ámbitos ya suponían demasiado, y pusieron toda la carne en el asador para echarlo del poder. Por las buenas o por las malas.
Resultaba previsible que no se iría sin dar su brazo a torcer. Las pruebas de fraude eran evidentes, independientemente de que uno comulgue o no con sus ideas. Votos por correo a su favor lanzados a cunetas en algún lugar de mala muerte, votos para Biden entrando a cientos de miles tras un fallo electrónico más que conveniente, votantes registrados tratándose de inmigrantes ilegales o fallecidos… El fraude estaba ahí, quizás no en todas partes bastó para dar la vuelta a determinados condados o estados, pero nadie podía negarlo. El caso de Dominion para votar electrónicamente sirvió para imprimir el giro en condados que implicaban el cambio total del estado. Una diferencia de tan solo 43.000 en tres estados pudo haber otorgado la presidencia al republicano.
Trump consiguió 63 millones de votos en 2016. En 2020, 75. Con 66, ya lo tenía hecho. Pero Biden sacó 81 millones. ¿Cómo? No se ha permitido investigarlo. Los asesores del expresidente no acertaron en la estrategia durante los últimos seis meses de su mandato. El verano pasado, el país entero ardía de costa a costa bajo el terrorismo doméstico de Black Lives Matter y los Antifa, sorprendentemente coordinados y que, en muchas ocasiones, atacaban puntos clave para el control de determinadas ciudades. Eso no se trataba de una violencia callejera espontánea. Más bien, todo lo contrario. Trump pudo haber invocado la Insurrection Act para tomar el control de las calles y evitar que la espiral del caos afectara a su reelección. No lo hizo. Se jugó todo a una carta, sabiendo que el fraude estaba a la vuelta de la esquina. Ese as en la manga descansaba en la justicia norteamericana. Jueces que aceptaron en primera instancia investigar determinadas pruebas luego retrocedieron bajo presiones mediáticas y políticas. ¿Por qué no se auditaron los votos aunque solo fuera para demostrar a Trump que se equivocaba, tal y como decían los demócratas? El no hacerlo ha sembrado la duda para siempre. ¿De qué tenían miedo?
¿Por qué no se auditaron los votos aunque solo fuera para demostrar que Trump se equivocaba?
Esto que hemos descrito, algunos lo han llamado “conspiración”: los mismos que estuvieron casi cuatro años denunciando una posible interferencia de Rusia en los pasados comicios a favor de Trump. Esos ahora niegan categóricamente que “una democracia como la de Estados Unidos” pudiera ser manipulada por nada ni nadie. Casualidades.
Y, sin embargo, es una conspiración. No solo a tenor de las pruebas, sino porque, como recordamos en la anterior columna, la revista TIME (una de las referentes del progresismo occidental) lo admitió el pasado 4 de febrero en un sorprendente artículo. Sin ningún tapujo, explicó al detalle cómo se urdió el plan para que Trump no volviera a pisar la Casa Blanca. El lenguaje utilizado resulta digno del mundo orwelliano. Aquí una muestra:
“Se estaba desarrollando una conspiración detrás de escena, una que redujo las protestas y coordinó la resistencia de los directores ejecutivos. Ambas sorpresas fueron el resultado de una alianza informal entre activistas de izquierda y titanes empresariales. El pacto se formalizó en una declaración conjunta concisa y poco notoria de la Cámara de Comercio de Estados Unidos y la AFL-CIO, publicada el día de las elecciones. Ambas partes llegarían a verlo como una especie de negociación implícita, inspirada en las masivas, a veces destructivas, protestas por la justicia racial del verano, en la que las fuerzas laborales se unieron con las fuerzas del capital para mantener la paz y oponerse al asalto de Trump a la democracia”.
Una vez que Trump ya estaba “eliminado”, admitieron que todo lo que él criticaba y muchos denunciaban era rotundamente cierto.
A raíz de esto, el expresidente no desaprovechó su oportunidad en la conferencia del domingo 28. Señaló uno por uno a los que él considera culpables (muchos de ellos ‘republicanos solo de nombre’) y remarcó los éxitos de su Administración, especialmente en el aspecto económico.
En ese punto reivindicó el ‘trumpismo’ como movimiento: “Trabajos dignos, familias fuertes, comunidades seguras, educación de excelencia”. “Sentido común”, dijo. Algo que hoy en día parece brillar por su ausencia. Se postuló de nuevo como candidato a las presidenciales de 2024, lo que supone la pesadilla para algunos de su partido y, en particular, para todos aquellos que intentaron borrarlo del mapa con un segundo impeachment (juicio político), precisamente para evitar ese supuesto regreso que cada vez parece más factible. La ovación fue total, el apoyo de su gente no tiene fisuras, y él lo sabe. Su forma de hacer política, para nada heterodoxa, ha roto los moldes de una política estadounidense demasiado acostumbrada a la corrección política.
Por el momento, el actual presidente ha firmado cerca de la mitad de las órdenes ejecutivas (lo que equivale a un decreto ley español) de Trump en cuatro años, pero en el plazo de mes y medio. Las principales, y más preocupantes para la seguridad nacional, son las referidas a los acuerdos para deportar inmigrantes ilegales. Mención aparte merecen las que conciernen a políticas energéticas y acuerdos medioambientales.
Si atendemos a lo que dijo el expresidente en cuanto al tema de la nueva religión climática, en la CPAC 2021 no manifestó su negativa a entrar en los acuerdos internacionales, sino que destacó la necesidad de cerrar unos nuevos, más favorables para el conjunto del país. Es decir, no era un “no”, sino un “no voy a convertirme en el tonto útil de nadie”. Eso ya lo vimos con las exigencias a los miembros de la OTAN en el sentido de que aportaran lo que debían para la defensa común de la organización atlantista. Como bien señaló el extravagante empresario, “[…] somos un país. No podemos permitirnos los problemas del mundo, por mucho que nos gustaría. Nos encantaría ayudar. Pero no podemos hacerlo”.
Todo apunta a que tenemos Trump para largo. El ‘trumpismo’ ha llegado para quedarse. Veremos qué ocurre en estos próximos cuatro años con un Joe Biden cada vez más senil y con una vicepresidente Kamala Harris que suena con fuerza para ocupar el puesto del presidente, dado su estado de salud. Por el momento, ya ha bombardeado Siria, pero de manera inclusiva. Todo parece mejor cuando está cubierto del barniz de lo políticamente correcto.