El sarcasmo de Sánchez
25 de marzo de 2020

A medida que se van desvelando los avisos llamando a la prudencia que profesionales de la salud dieron a Sánchez, más responsable se le puede considerar de los trágicos resultados de la pandemia. La capacidad de controlarla se tuvo al principio, pero Moncloa no quiso hacer caso porque las prioridades ideológicas eran intocables. Basta revisar la hemeroteca desde que apareció el coronavirus para demostrar que al presidente lo que más le importaba era su programa político, en el que destacaban la aprobación de la ley de libertad sexual, conseguir el apoyo independentista a los presupuestos, ganar la batalla cultural a favor de la eutanasia, o transmitir una imagen de bonanza económica.

Repasemos ahora las advertencias, y las fechas en que se efectuaron, tal como las recogía este periódico. El 30 de enero, en una reunión técnica en el Ministerio de Sanidad, Juan Martínez Hernández, portavoz de Salud Pública de la Organización Médica Colegial, alertó al Gobierno de la enorme peligrosidad del coronavirus. Este experto le otorgó la calificación de riesgo máxima, la 4, al tratarse de un patógeno que puede ocasionar una infección grave o mortal, y contra el que no hay ni vacuna ni tratamiento. En aquella fecha, la mayoría de los especialistas, entre los que se encontraba el director del Centro de Control de Alertas y Emergencias de Sanidad, Fernando Simón, desoyeron este consejo de encuadrar al SARS-CoV-2 en el grupo de mayor peligro. Así, estos supuestos guardianes de la salud de todos decidieron restarle importancia y lo asignaron al grupo 2. Esta calificación no requería tomar apenas precauciones y, sin ellas, el virus se difundió con una celeridad asombrosa.

El Gobierno tenía datos, pero la soberbia del poder les insufló una seguridad carente de fundamento. Prefirieron arriesgar la salud pública porque no querían que nada estropease su relato maravilloso, aunque mantenerlo exigiese permanecer en una ceguera absoluta. Como deseaban que nada deteriorase el maquillaje, Sánchez impuso la inacción.

El 24 de febrero, el coronavirus había infectado a 229 personas en Italia, 13 en Reino Unido, 12 en Francia y 2 en España. Se trataba de una evidencia palmaria que se iba a extender. Si, a la vista de lo que pasaba en Asia y del veloz avance de los contagiados en Italia, el Ejecutivo hubiera adelantado tres semanas (o al menos dos) las medidas cautelares, la Covid-19 hubiera sido más controlable. Pero no, el Gobierno de España tenía como prioridad el festival de la manifestación del Día Internacional de la Mujer. La irresponsabilidad de Moncloa al retrasar la adopción de medidas de contención hasta que se celebrase la fiesta del feminismo de izquierdas ha costado muertos y muchos afectados más.

Estar gobernados por un Ejecutivo que no se adelanta a la crisis, sino que va por detrás de los acontecimientos, resulta muy frustrante. También escuece bastante que Moncloa haya antepuesto sus obsesiones ideológicas a la salud de los ciudadanos. Sin embargo, lo más inaguantable es el sarcasmo con el que Sánchez y sus ministros se están dirigiendo a la población. A pesar de tener una grave responsabilidad en la crisis sanitaria, se presentan a todas horas como salvadores de la patria, chupando cámara con una cuidada pose de redentores.

Si a Sánchez le importase España, debiera reconocer su fracaso y, ante la emergencia nacional, formar con el Partido Popular un gobierno provisional, que asumiera el compromiso de convocar elecciones dentro de un año. Con Pablo Iglesias en el Ejecutivo, no se generará la confianza suficiente para que la economía del país se recupere. Además, existe el riesgo de que los chantajistas catalanes, con sus imposiciones continuas, fuercen a este debilitado Ejecutivo y a las cámaras legislativas a aprobar medidas irreversibles que rompan la cohesión de España. La crisis sanitaria (que tan solo durará meses) y la política (que puede prolongarse años) exigen un gobierno fuerte, que tome las medidas, populares o no, que requiere la crítica situación en la que nos encontramos. Ha llegado la hora de que el presidente aparque su ambición. Ya no es momento de hacer política, sino de ejercer la responsabilidad a la que se obligó al aceptar el cargo.

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