La Convención del Partido Popular del pasado 20 de enero ha sido la del rearme ideológico, la de una readaptación a la realidad del siglo XXI de los principios que la convirtieron en la formación que aglutinó desde 1990 todo el espectro político situado a la derecha del socialismo. Por eso, la proclamada vuelta al PP “de siempre” no ha de interpretarse como un giro hacia posiciones más conservadoras, sino como el intento de recuperar el liberalismo clásico como el eje central de su discurso y de su proyecto. Este retorno a los fundamentos se produce en un entorno de fragmentación del centroderecha, causado en buena medida por el desdibujamiento de su ideario durante los últimos años en beneficio de una visión tecnocrático-gestora de su política y de su acción de Gobierno.
La denuncia por parte de la izquierda de la emergencia de un PP ultra no ha de sorprender a nadie. Esta ha sido una constante histórica desde 1977. Durante la era Aznar, las acusaciones fueron similares y, durante la era Rajoy, el PSOE calificaba a los populares de derecha extrema. Esta estrategia sistemática de colocar a la formación dominante del espacio político no colectivista en posiciones extremistas refleja una concepción patrimonialista de la democracia y una negación-cuestionamiento fáctico de la legitimidad de la alternancia. Basta recordar el malhadado Pacto del Tinell para aislar al PP en el mandato del señor Rodríguez Zapatero para ilustrar esa afirmación.
Esa misma actitud se manifiesta también en el distinto rasero para juzgar las relaciones de los partidos dominantes en la izquierda y en la derecha con los situados en los polos de ese espacio competitivo. Así, llegar a pactos o acuerdos con grupos de declarada vocación y definición antisistema, léase Podemos, es legítimo y un ejercicio de progresismo mientras hacerlo con agrupaciones al estilo de Vox ahora o de la extinta AP en los años de la UCD supone un riesgo para la democracia. Esta asimetría valorativa y excluyente expresa la autoconcesión de una patente de corso para decidir quién es demócrata y quién no lo es; extremo poco presentable.
La recreación en España de una derecha liberal es esencial por dos razones básicas: primera, porque esa es la alternativa real y constructiva al agotamiento del vigente consenso socialdemócrata; segunda, porque su ausencia convertiría a las formaciones populistas en las únicas opciones de cambio. Esta tesis se ve respaldada al contrastar lo acaecido a finales de los 70 y 80 del siglo pasado y lo que sucede en estos momentos. Entonces, la crisis del modelo socialdemócrata, definida por la estanflación, tuvo su respuesta en la revuelta liberal, encarnada por figuras como Reagan o Thatcher; ahora, ese discurso ha desaparecido de la agenda de la derecha convencional para abordar una situación parecida y ha emergido el populismo.
En la Convención del PP, el expresidente Rajoy hizo un llamamiento a evitar el doctrinarismo. Esta posición es lógica y razonable en tanto ese ismo remite a una forma de abordar la cosa pública sectaria y excluyente. Ahora bien, una formación política ha de tener una doctrina, esto es, un conjunto de ideas que dibujen una estrategia e inspiren planes tácticos coherentes y consistentes. Sin un ideario claro y definido, la acción de los partidos y de los Gobiernos se convierte en pura gestión administrativa desprovista de una óptica global a largo plazo y carente de un marco de referencia. La superioridad de esta postura radica en que quien la practica dispone de un instrumento para elegir de entre las varias opciones la que sea más compatible con sus objetivos mediatos y con el deseo de sus votantes.
A diferencia de los socialistas y de muchos conservadores, la meta de una derecha liberal no consiste en imponer una finalidad, sino en ocuparse de los medios que permitan a los individuos desplegar sus planes vitales en un marco de estabilidad y de libertad. Una derecha liberal no pretende decidir cómo ha de ser la sociedad de mañana, sino establecer las condiciones para que la sociedad vaya donde quiera ir; ese querer ir no se identifica con la idea que algunos se hacen de dónde debe ir, sino con el resultado de las decisiones de los individuos en función de sus preferencias. Si se toma prestada del análisis económico la noción de eficacia, el marco institucional promovido por una derecha liberal es el que permite garantizar el arbitraje óptimo entre todas las preferencias, es decir, el que facilita a las personas materializarlas con el mínimo de costes y restricciones.
Por eso, la derecha liberal ha de dejar de defender o, mejor, no limitar la defensa de su proyecto a la eficacia material de su modelo. Ha de esforzarse en demostrar que, cualesquiera que sean las finalidades de las personas que constituyen el orden social, tanto si son materiales o inmateriales, el capitalismo competitivo es el único sistema de organización social que puede ofrecer al mayor número de individuos la posibilidad de desarrollar sus propias opciones de vida. Este ha sido el mensaje lanzado por el líder del PP en su Convención cuando ha proclamado que un Gobierno del PP realizaría una masiva transferencia de libertad a los ciudadanos. Un esquema de esa naturaleza es por añadidura el consistente con la pluralidad de valores existente en una sociedad moderna y avanzada como lo es la española y constituye un antídoto frente al falso pluralismo identitario que hace de la discriminación positiva un instrumento de ingeniería social.
En un entorno definido por esos fundamentos ideológicos caben todas las ideas salvo las colectivistas, esto es, aquellas que intentan imponer mediante el uso de la coerción estatal un programa dirigista a los individuos, a la sociedad y a la economía, sea este de izquierdas, de derechas o de centro. Ahora hay que pasar de las declaraciones a los hechos.