Millones de páginas recogen el autoritarismo de China, el régimen autocrático ruso o las denominadas democracias antiliberales caracterizadas por aquel nacional-populismo que acuñase Steve Bannon tras el fulgurante ascenso de Trump al poder. Sin embargo, no son Xi Jinping, Putin u Orbán quienes han detonado la más reciente manifestación del poderío del Estado, sino el coronavirus. Gobiernos democráticos y dictatoriales sin distinción han adoptado algunas de las mayores medidas restrictivas de derechos y libertades jamás vistas.

No cabe duda de que existe un amplio arco, desde la orden de disparar a matar de Duterte en Filipinas para quien se salte las restricciones de movilidad, hasta las multas a las que ya estamos acostumbrados en estas latitudes. Sin embargo, echando la vista atrás, contemplamos una intromisión in crescendo del Estado en la vida de las personas. Sin recurrir a ejemplos exóticos o lejanos en el mapa, podemos observar cómo una amplia mayoría de países europeos ha obligado a sus ciudadanos a someterse a unas condiciones más impuestas que sobrevenidas que no habían tenido lugar ni tan siquiera durante la Segunda Guerra Mundial. Los colegios y universidades permanecen cerrados, las oficinas y establecimientos comerciales, vacíos, y el distanciamiento y confinamiento social son el nuevo statu quo. Todo ello traerá consigo una serie de consecuencias económicas, sociales, políticas, de las que apenas observamos hoy la punta del iceberg. Ni que decir tiene de las ramificaciones psicológicas de todo esto, o el impacto sobre la vida familiar y personal de la situación actual.

Sin embargo, ya habrá tiempo para realizar ese análisis pausado cuando cese la tormenta y este pueda basarse en los datos y la evidencia empírica. Por el momento, lo que habría de ocupar nuestra atención, además del evidente esfuerzo por vencer a la pandemia, es la vigilancia de la actuación estatal. Como señalaba anteriormente, el despliegue del Leviatán hobbesiano que observamos hoy es en verdad inédito. En especial en los países de nuestro entorno. Y este tipo de medidas, que no cabe duda se llevan a cabo, en su mayoría, buscando la protección y bienestar de las personas, habría de ser también motivo de preocupación. Por dos razones, principalmente.


La afirmación de que el Estado es peligroso no es una cuestión de ideología, sino de historia


En primer lugar, por el acostumbramiento. Igual que las leyes imprimen una apariencia de normalidad, de legitimidad, que no siempre es acertada (véase Núremberg), cada paso que da el Estado traspasando esferas de libertad e intimidad es difícilmente recuperable posteriormente. En este caso, las medidas de confinamiento a las que nos vemos sometidos constituyen, además de lo evidente, el mayor experimento social de la historia de la humanidad. Habrá multitud de enseñanzas y se sacarán numerosas conclusiones. Ahora bien, tengamos por seguro que el Estado sacará las suyas.

En segundo lugar, por el encubrimiento. Los extraordinarios poderes que se les han otorgado a los gobiernos para que hagan frente a la crisis que nos asola tienen una contrapartida, que es la de su utilización con fines espurios o procedimientos reprochables. Que la actuación de un Ejecutivo contravenga la legalidad vigente ha de ser motivo de alarma, pero aún lo ha de ser más que el discurso de salvación traiga en realidad la instauración o fortalecimiento de este en el poder. Un ejemplo es lo acaecido durante la noche aciaga del pasado 30 de marzo, en la que el Parlamento húngaro aprobó otorgar a Orbán los poderes necesarios para gobernar por decreto durante un período ilimitado de tiempo y sin supervisión parlamentaria. O, sin ir más lejos, los constantes envites de La Moncloa contra la libertad de prensa.

La afirmación de que el Estado es peligroso no se trata de una cuestión de ideología, sino de historia. Mientras que la primera es caprichosa, la segunda resulta contundente en sus veredictos. Así, se observan dos grandes máximas a lo largo del tiempo. Primera, que mientras que es incuestionable que el Estado puede revelarse como un eficaz aliado en la gestión de crisis y la protección de la vida, también lo es que, históricamente, ha representado la mayor amenaza contra la vida, los derechos y las libertades. No es casualidad que haya habido un repunte en la compra de armas en EE.UU. ante las medidas adoptadas por el Gobierno para hacer frente al coronavirus. Recordemos que la segunda enmienda a la Constitución estadounidense existe, ante todo, para la protección del individuo frente al Estado. Y segunda, que siempre que el Estado ha entrado a decidir quién vive y quién muere, sea a través de infames procesos de ingeniería social o del triaje médico, las consecuencias han sido terribles.

Estos son, en verdad, tiempos difíciles, pero la formidable maquinaria estatal que ahora se pone en marcha a la vista de todos tampoco augura un futuro apacible. Hay quien señala que el Leviatán ha aparecido con la crisis del coronavirus. No es así. Ya estaba ahí, pero dormido. Ahora, ha despertado.

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