El colosal fracaso del comunismo
29 de noviembre de 2019

Conservo grabados en la memoria recuerdos de mi viaje a la Unión Soviética en 1983: el miedo de la gente, la opresiva presencia policial, los estantes vacíos de las tiendas, el desesperado mercado negro callejero y los carriles centrales de algunas avenidas de Moscú reservados para las limusinas ZiL de los líderes del Partido Comunista. También recuerdo la caída del Telón de Acero pocos años más tarde y las imborrables imágenes de una familia que huía de la Alemania del Este y descendió de su destartalado Trabant, nada más cruzar la frontera de Checoslovaquia, para abrazarse entre lágrimas celebrando su libertad.

En la larga historia de la Humanidad no ha existido ideología más tiránica ni más criminal que el comunismo, que encarceló a mil millones de personas en sus propios países y asesinó a más de 100 millones de seres humanos, cinco veces más que el horror del genocida Hitler y su nacionalsocialismo (Rummel, 1987; Courtois et al, 1997). En términos absolutos la mayor parte de los asesinatos del comunismo fueron cometidos por Lenin y Stalin en la Unión Soviética y Mao en China. En términos relativos la mayor atrocidad comunista corresponde a los Jemeres Rojos en Camboya, quienes ejecutaron a la cuarta parte de la población de su país (dos millones de personas). De hecho, tras un siglo de experimentos comunistas en docenas de países de cuatro continentes no encontramos un solo ejemplo, ni uno, en que el comunismo no haya sido sinónimo de represión, tortura, corrupción, destrucción de la libertad y muerte, pobreza para el pueblo y lujo para sus dirigentes. Tanto es así que los estados comunistas tuvieron que levantar muros y alambradas en las fronteras no para evitar que entraran los de fuera, sino para evitar que salieran los de dentro, deseosos de huir del infierno comunista. Fue la primera vez en la Historia que ocurría algo así.

En tiempos más recientes se ha desarrollado en Hispanoamérica un comunismo de corte bolivariano apoyado por la vieja dictadura comunista de Cuba y cuyo mayor exponente ha sido la Venezuela de Chávez y Maduro, tiranía que en tan sólo veinte años ha destruido por completo un país rico, propietario de las mayores reservas de petróleo del planeta, llevando al exilio al 15% de su población y provocando el mismo resultado de siempre: represión, tortura, enorme corrupción, destrucción de la libertad y muerte; hambre y miseria para el pueblo y lujo para sus dirigentes.

Una vez que un comunista ocupa el poder, jamás lo abandona voluntariamente. Ahí siguen en Cuba, Venezuela o Corea del Norte, y ahí seguirían en Bolivia con Evo Morales si la OEA no hubiese denunciado el fraude electoral con el que pretendía perpetuarse en el poder. No por casualidad, Venezuela y Bolivia son los padrinos de Podemos y Más País, que plagiaron sus nombres de partidos de esos países (Podemos era un partido venezolano y MAS es el partido de Evo Morales) e importaron la dialéctica de confrontación y el oportunismo típicamente leninistas. Así, aprovecharon la brutal crisis económica (lo que un sonriente Iglesias tildaba de “momento leninista”) para intentar ocupar el poder a hombros de la ira y la desesperación de unas masas debidamente manipuladas, tras seleccionar y señalar un chivo expiatorio al que tildar de “enemigo del pueblo”. El manual de Lenin, vaya. Estos son los que llegarán al gobierno de España de manos del PSOE de Sánchez (si quieren conocerlos mejor, relean mi artículo Una verdadera amenaza para España, EXPANSIÓN 13-11-18).

Pues bien, a pesar de su sucesión histórica de colosales fracasos, la izquierda radical se llama a sí misma “progresista” y se le otorga dispensa de toda culpa. En España esta aureola se apoya en el falseamiento de la historia de la Segunda República bajo el Frente Popular, que se quiere disfrazar de idílico régimen democrático cuando en realidad fue una violentísima “revolución comunista en marcha” (Churchill dixit). También se apoya en la sempiterna coartada del franquismo, que dura, y dura y dura.

Así, en nuestro país “dictadura” y regresión se asimilan a la derecha, y libertad y progreso a la izquierda. Los partidos de derecha carecen de derechos para defender sus ideas y se les tilda enseguida de extrema derecha, radicales o fascistas, mientras que los de izquierda tienen carta blanca y nunca son extremistas sino, como mucho, “populistas”, ese anodino adjetivo que no distingue a Trump de los admiradores de asesinos en masa. El doble rasero incluye la corrupción: en la derecha resulta imperdonable y en la izquierda se hace la vista gorda. Gracias a la aureola izquierdista, por ejemplo, ha pasado desapercibido el irrefutable hecho de que la violencia en España en el último medio siglo ha sido prácticamente monopolio de la izquierda radical: el terrorismo asesino (ETA y el Grapo eran marxistas), las manifestaciones violentas (Podemos, la gent de pau de ERC y la CUP, o los blanqueados batasunos), los escraches en domicilios, los subversivos cercos al Congreso y los boicots a conferencias de adversarios políticos los han realizado casi siempre los mismos.

El falseamiento de la historia

Pues bien, cuatro décadas de falseamiento de la historia y de hegemonía cultural izquierdista lograda por incomparecencia de una derecha torpe y acomplejada, y la abyecta inmoralidad de Sánchez, han traído al gobierno un Frente Popular de extrema izquierda aliado con los que odian a España que acelerará el proceso de cambio de régimen para acabar con la monarquía y con la unidad nacional, realizará un ataque sin precedentes contra los derechos y libertades fundamentales y traerá paro y pobreza. Asimismo prepárense para un abuso del lenguaje que alcanzará umbrales de desfachatez inauditos, cual neolengua orwelliana: a la mentira más indecente se le llamará verdad; al silenciamiento del disidente, democracia; a la violencia, paz; a la equiparación de los terroristas con sus víctimas, justicia; a la ruptura de España, diálogo; al enfrentamiento entre españoles, dignidad y concordia; al cumplimiento de la ley, fascismo, y a su incumplimiento, libertad.

El socialismo moderado representado por políticos retirados como Leguina, Redondo, Vázquez, González o Rodríguez-Ibarra ha quedado huérfano y es cuestión de tiempo que millones de incautos e inerciales votantes del PSOE se den cuenta del engaño, marca patológica del Dr. Sánchez. Sin embargo, tomen nota de que los dirigentes socialistas en activo no han criticado el acuerdo con el comunismo bolivariano y se han limitado a recomendar con un hilillo de voz “precaución” con los separatistas catalanes en un alarde de hipocresía, más por preocupación electoral que por sentido de Estado. Si a esto unimos que los militantes del PSOE se encuentran hoy más cercanos al radicalismo que a la socialdemocracia (“las masas están radicalizadas”, me confesó un exministro socialista) y que Zapatero, el que encendiera la mecha del Proceso de cambio de régimen, es, desde hace años, impudoroso asesor del tirano bolivariano Maduro y del aspirante Iglesias, cabe concluir que el PSOE moderado ha muerto. Bienvenidos al Partido Socialista Bolivariano Antiespañol.

Quizá esta legislatura sea lo suficientemente breve como para no hundir la nación y lo suficientemente larga como para servir de necesaria catarsis colectiva que nos vacune contra la peste de la izquierda radical. Sin embargo, esta catarsis no está exenta de riesgo, puesto que los socialistas y comunistas bolivarianos no reconocen límites morales o legales a su voluntad de mantenerse en el poder a toda costa. “Lo único necesario para que el mal triunfe es que los hombres buenos no hagan nada”, decía Burke. Callar ya no es una opción. El enemigo de la libertad, esta vez sí, está aquí.

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