En diciembre del año pasado, escribí para este periódico, con motivo del comienzo de la andadura de la XIV legislatura, que el Congreso que emergía de las urnas y el muy probable Ejecutivo, que luego se convirtió en una realidad, auguraban un verdadero cambio de régimen. Muchos lo advertimos al ver al Partido Socialista echarse en brazos de sus aliados comunistas y nacionalistas. Sin embargo, no podíamos entrever, como es lógico, que la actual crisis del coronavirus iba a tratarse del canal, la herramienta, que aprovecharían aquellos que no deseaban reformar el sistema, sino subvertirlo.
El estado de alarma, que en realidad lo es de excepción, como señalé la semana pasada, ha otorgado unos poderes extraordinarios a un Gobierno en el que, bien el todo (la coalición en su conjunto), bien la parte (Podemos), busca liquidar el régimen de 1978 por la vía rápida. Las prerrogativas que ahora ostenta Pedro Sánchez resultan verdaderamente formidables. La población española está confinada en sus casas, el Estado señala quién puede trabajar y quién no, dispone quién deja de pagar (alquileres) o sigue haciéndolo (hipotecas), y quién continúa cobrando (empleados) y quién ya no (empresarios). Nos regala propaganda en las cadenas públicas de televisión, fans confesos de La Moncloa; condición servil que también exhibe otra retahíla de medios, los cuales, bajo la contabilización diaria de fallecidos y contagiados, y las historias positivas y de superación, entierran todas las críticas que podrían, y deberían, dirigirse a quienes están gestionando de forma tan chapucera esta terrible situación.
Entre otros desaguisados, destacan las innumerables infracciones que los propios ministros o el presidente están cometiendo, saltándose cuarentenas y mintiendo sin ningún tipo de rubor, o el avance inexorable del independentismo catalán, apreciable en el continuo coqueteo con la excarcelación de los políticos presos, o en la cantinela incesante de un Torra desatado, que aprovecha el coronavirus para apuntalar su taifa. Ni que decir tiene del despropósito al que el Gobierno socialista-comunista llama “gestión de crisis”.
A su vez, el desastre económico al que nos abocan las medidas que se han adoptado en ese ámbito para “paliar” los efectos de esta pandemia hace suponer que, de manera consciente o no, en lo sucesivo habrá una mayor dependencia del Estado por parte de muchos que, sencillamente, lo necesitarán para subsistir. Quizá reeditemos así el modus operandi bolivariano estándar, en cuyo espejo se mira el vicepresidente Pablo Iglesias y su banda. Un término acuñado por Albert Rivera en periodo electoral, y que, en aquel momento, parecía una exageración nacida de la retórica política. Nada más lejos de la realidad. Los que nos gobiernan integran poco más que una banda (poco profesional, desorganizada, mentirosa…), y los resultados son tan catastróficos como inevitables.
Conviene recordar que los poderes extraordinarios que ahora posee el Ejecutivo, contemplados en la Constitución, no deberían suponer su empleo en contra de esta. De la pesadilla del coronavirus podemos despertarnos en una España mejor, o en una mucho peor. La misión de los medios de comunicación y la sociedad civil en su conjunto durante estos tiempos difíciles habría de consistir en el ejercicio de un necesario contrapeso y en un control permanente, con el fin de que el Estado no se extralimite en lo que marca la ley. De lo contrario, corremos el serio peligro de acostumbrarnos a su perenne intromisión en las vidas de las personas. Una injerencia que hoy puede esgrimirse bajo el pretexto de nuestra protección, pero mañana venir motivada por el expolio. Hemos de estar vigilantes para que la suspensión de derechos y libertades no se transforme en su eliminación. Pues entonces nos encontraríamos, no cabe duda, ante otro tipo de régimen.