De cómo los políticos alargan y agravan la crisis
9 de noviembre de 2016
Por admin

En 1939, con una tasa de paro del 21% y en medio de una Gran Depresión que duraba ya más de ocho años, el Secretario del Tesoro de los EEUU Henry Morgenthau se lamentaba amargamente: “Hemos intentado el camino del gasto: estamos gastando más de lo que nunca hemos gastado, y no funciona. (…). Nunca hemos cumplido nuestras promesas. Después de estos ocho años tenemos tanto paro como teníamos al principio y una deuda enorme que soportar”. Pasa el tiempo pero da la sensación de que ese espécimen llamado político estándar universal no aprende. Pareciera incluso que la teoría de la evolución no le afecta: sigue incumpliendo sus promesas con impudor, continúa despilfarrando el dinero del contribuyente y acaba endeudando al país hasta lo inimaginable. Y al final, estupefacto al ver qué sus recetas no alcanzan el resultado deseado, corre sin perder un instante a buscar un cabeza de turco a quien culpar de su fracaso.

Aprendamos de la Historia. Lo que en EEUU transformó una recesión en la larguísima Gran Depresión no fue el libre mercado sino el intervencionismo estatal, esa tentación que el político nunca resiste y cuyo placer experimenta él solo, pero cuya expiación sufrimos los demás. Cuando la laxa política monetaria de la Reserva Federal de los años 20 cambió y la oferta monetaria se contrajo, la burbuja que ellos mismos habían alimentado explotó, como siempre hacen las burbujas. Se produjeron quiebras bancarias, la cifra de paro comenzó a aumentar y entonces, tras una campaña plagada de promesas tan alentadoras como falsas, Franklin D. Roosevelt (FDR) alcanzó la presidencia comenzando unas políticas muy intervencionistas agrupadas bajo el llamado New Deal. El diagnóstico de la administración Roosevelt fue que la recesión había sido la prueba definitiva de las carencias del capitalismo y puso en marcha una retórica muy hostil hacia esa minoría conocida como “los ricos”, cabeza de turco por antonomasia que al parecer conviene tener siempre a mano para situaciones políticas comprometidas. Roosevelt llamaba cariñosamente Uncle Joe a Joseph Stalin, el peor genocida de la Historia, pero tildaba a los empresarios de “príncipes privilegiados (…) ávidos de poder”. Sí, a esos mismos empresarios que habían revolucionado la industria norteamericana creando centenares de miles de puestos de trabajo y haciendo ampliamente accesibles productos (como el automóvil) antes reservados para unos pocos.Para distraer al electorado de una brutal subida de impuestos que multiplicaría por dos la presión fiscal en tan sólo ocho años, el gobierno aumentó el tipo marginal más alto de renta a un confiscatorio 79% en 1939 y comenzó a perseguir y amenazar a empresas y empresarios. Esta fiscalidad ladrona, unida a la inseguridad jurídica creada por el constante goteo de nuevas y absurdas regulaciones implementadas por una burocracia omnipresente y por los continuos cambios en la legislación fiscal (1932, 1934, 1935, 1936), paralizó la inversión productiva creadora de riqueza de unos empresarios que veían cómo la Administración sólo se dedicaba a hostigarles. Simultáneamente, el gobierno declaró la guerra a la deflación por considerarla no efecto sino causa de la depresión económica y tomó como objetivo crear inflación a toda costa, incluyendo subidas obligatorias de precios y salarios. Estas políticas de fijación de precios se extendieron por toda la economía creando, como siempre ocurre, desabastecimiento y mayor pobreza. La administración aumentó también el salario mínimo, medida que sólo condujo a condenar al paro a los trabajadores menos cualificados cuya productividad no justificaba un salario artificiosamente decidido por personas completamente ignorantes de las inmutables leyes de la economía (personas, por cierto, que parecen acabar siempre en política). Aún quedaba lo peor. En la búsqueda de un chivo expiatorio extranjero, se puso en marcha una retórica proteccionista que pronto dio paso a la acción: comenzó una febril carrera de devaluaciones competitivas, se aumentaron las tarifas aduaneras y se establecieron restricciones al libre movimiento de capitales. A la acción de un país respondían los demás con inmediatas represalias, lo que contribuyó a generar enorme fricción entre las naciones y una brusca caída del comercio mundial. De hecho, a la Gran Depresión siguió una guerra mundial. Como bien saben todos los gobernantes de la historia, para distraer a un pueblo empobrecido sólo hay una cosa mejor que un cabeza de turco interno: un cabeza de turco extranjero. Miren qué eficaz es: el presidente Roosevelt fue reelegido cuatro veces.

Qué inquietante resulta encontrar hoy tantos paralelismos, tantas políticas demasiado similares a las que en aquel entonces condujeron a la Gran Depresión y contribuyeron a una guerra mundial. No podemos caer en los mismos errores, ¿o sí? Ante la explosión de la burbuja financiera del 2008, alimentada por el intervencionismo monetario, los políticos no han tardado mucho en culpar al capitalismo, lo que les ha permitido justificar un mayor intervencionismo, una mayor regulación y, en definitiva, un aumento brutal de su poder. Al igual que en los años 30, vuelven a aumentar el gasto público, la deuda pública y los impuestos (naturalmente, en especial “a los ricos”, la misma cortina de humo). Asimismo han comenzado ya una soterrada guerra de devaluaciones competitivas mientras comienzan a oírse a ambos lados del Atlántico preocupantes mensajes proteccionistas. ¿Y qué es la disparatada política monetaria de los bancos centrales sino un experimento monstruoso de fijación de precios en una nueva búsqueda de inflación? Por último, la demagogia habitual utilizada durante décadas por todos los partidos del llamado Estado de Bienestar (esa engañifa que degenera en las democracias totalitarias a cuyas puertas nos encontramos) ha sido la perfecta rampa de lanzamiento para el populismo que, de nuevo, culpa a las minorías, a los ricos o a países extranjeros de todos los males. Un electorado asustado por un empobrecimiento cuya causa no comprende siempre será presa fácil de la propaganda: primero le manipularán para transformar su miedo en ira, y luego le llevarán a dirigir esa ira para linchar al pobre diablo cínicamente señalado como culpable de su pobreza, haciéndole creer que su linchamiento solucionará todo ipso facto.

Adivino su pensamiento, querido lector: ¿acaso no están por fin creciendo las economías occidentales? Permítame que le responda con otra pregunta: ¿acaso no crecían en apariencia las economías occidentales en los años anteriores al estallido de la burbuja? ¿Era eso crecimiento sólido o fugaz espejismo? Tras el velo de este artificial crecimiento económico impulsado por tipos de interés cero, nuevas burbujas de activos, el aumento de la deuda y el coyuntural viento de cola de la caída del petróleo, sigue ocultándose la fea cara de la Gran Crisis de Deuda, aún no resuelta, causada sencillamente por haber vivido durante muchos años por encima de nuestras posibilidades. ¿Qué es la deuda sino el síntoma de esta enfermedad económica, social y, sobre todo, moral? Las irresponsables políticas de huida hacia adelante sólo están agravando y alargando esta crisis en vez de resolverla, tal y como ocurrió en la Gran Depresión. Huir de la realidad es inútil, por lo que sólo caben dos opciones: o la afrontamos de cara, templados y a pie firme, armados con los viejos valores de la verdad, la sobriedad, el esfuerzo y el sacrificio, o nos alcanzará en plena huida, dándole la espalda, débiles, perplejos y en pánico, y entonces hará una escabechina.

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