Esta semana, toca hablar del pin parental, igual que la pasada se abordó la infame propuesta del Ejecutivo de Sánchez para fiscal general del Estado. Los temas en el candelero mediático se suceden a una velocidad vertiginosa. Esto apunta a que la elevación de ciertos asuntos a puntos candentes (o la creación artificial de los mismos) se emplea en la práctica política para tapar noticias anteriores, o distraer a la opinión pública bajo la premisa de que, simplemente, está hambrienta. Da igual que haya carne o pescado en el menú. Quiere comer.
Aun dejando al margen la posibilidad de que haya habido motivaciones partidistas (rara vez ausentes), lo cierto es que el pin parental ha relegado el nombramiento de la señora Delgado a un segundo o tercer plano, por lo que muy a mano le ha venido esta polvareda al Gobierno de coalición para superar su primer gran bache ante la opinión pública.
De todo este barullo mediático y disputa política, cabe resaltar cuatro apreciaciones. En primer lugar, la habilísima capacidad del PSOE y cía. para contener y despistar con fuegos de artificio meteduras de pata mayúsculas o atropellos injustificables. En segundo, la valentía e inteligencia política con que VOX abre, o reabre, debates ya olvidados o nunca presentes, así como la facilidad con que el PP le sigue el juego en una defensa admirable de la libertad, pero seguramente contraproducente desde una perspectiva electoral. En tercero, y como punto fundamental, el insaciable apetito del Estado por violar esferas de nuestra libertad, en este caso educativa, bajo el firme convencimiento (a veces implícito, otras explícito, como ahora) de que las personas somos ciudadanos, contribuyentes, cotizantes, votantes, que servimos a sus intereses, y no al revés. Y, por último, y como consecuencia de lo anterior, esto ha de reafirmarnos en la necesidad de que el Estado tenga solo la dimensión debida.
Esta es la cuestión de fondo que habríamos de analizar los españoles. Afirmaciones como las de la ministra Celaá, quien señaló que “los hijos no pertenecen a los padres de ninguna manera”, ponen de manifiesto la envergadura del debate. Ni que decir tiene, los hijos no son propiedad, ni tan siquiera posesión, de los progenitores. Sin embargo, a estos les compete su educación como misión y obligación, así como su protección y cuidado. Desde luego, de una forma preferente frente al Estado, quien habría de adoptar un papel muy secundario. Esto sería así si en Europa continental tuviésemos la más mínima noción acerca del principio de subsidiariedad. Pero no, el Estado resulta aquí omnipresente, hasta entrar en juego para arrebatar los niños a los padres, una usurpación poco sorprendente bajo esta coalición social-comunista. De ahí su eterna cruzada contra las familias, últimos reductos de resistencia (en libertad o no) frente a su poder omnímodo.
Por su propia razón de ser y funcionamiento, resulta del todo desaconsejable que el Estado entre a impartir clase sobre temas morales o aquellos que afectan a lo más íntimo de las personas. Entre muchos otros motivos, porque nos hallamos en un panorama de guerra total, donde unos y otros rivalizan por el poder para, una vez alcanzado, trazar (en este caso desde las aulas) cómo hemos de regir nuestras vidas o, lo que es peor, juzgar cuál es la vida buena. He aquí una humilde solución, que se trata más de una súplica, a este juego de suma cero. ¿Qué tal si la escuela pública no hablase de moralidad? Ni religión ni marxismo cultural, gracias. Eso, si acaso, en casa. Se llama liberalismo, aunque, en este país, tenga el estatus de animal mitológico. Quizá, porque muchos dicen haberlo visto (en ellos mismos, claro), pero bien mienten, bien se equivocan. Muchas casas y fincas lucen en sus cancelas el cartel de “cuidado con el perro”. En España, parece que tendremos que poner, al menos en nuestras mentes, el de “cuidado con el Estado”. Quiere hasta a nuestros hijos.