Hace ya bastantes años, el gran economista estadounidense James Buchanan formuló su conocida “Ley de Gresham de la política”. Para ello se inspiró en un viejo principio de la teoría monetaria –la llamada Ley de Gresham–, de acuerdo con la cual cuando en un país hay dos monedas en circulación con un tipo de cambio fijo entre ambas, si el valor de la primera se reduce la gente la utilizará como medio de pago y guardará la otra. Es lo que refleja la conocida expresión “la moneda mala desplaza de la circulación a la buena”. Pues bien, en la política –pensaba Buchanan– ocurre algo similar y, con frecuencia, los malos políticos desplazan a los buenos.
Los hechos parecen confirmar, en muchos casos, esta idea; pero no existe una buena teoría de aceptación general que explique por qué tal cosa puede suceder. Parece que en un sistema democrático en el que la continuidad en el poder de un político depende de que la gente le dé o no su voto, los “malos” políticos” –y los corruptos lo son, ciertamente– deberían perder las elecciones. Pero esto no siempre es así.
En España, por ejemplo, se escuchan comentarios frecuentes de gente que se plantea por qué un partido envuelto en numerosos escándalos de corrupción, como el PP, gana las elecciones nacionales; o por qué el PSOE es reelegido una y otra vez en Andalucía a pesar de que numerosos ex altos cargos del partido están implicados en graves problemas de corrupción e, incluso, los dos últimos presidentes del gobierno autonómico han tenido que comparecer ante los tribunales en casos directamente relacionados con el desvío de fondos públicos. Es verdad que la sanción en las urnas puede producirse. Un partido al que la corrupción ha marcado de forma notable como Convergencia Democrática de Cataluña tuvo que desaparecer y refundarse con otro nombre; y, a pesar de ello, ha perdido buena parte de su apoyo electoral. Pero los datos muestran que mucha gente sigue dando su voto a la nueva versión de este partido.
Se afirma a menudo que esto refleja que los votantes no tienen un comportamiento racional. Pero esta hipótesis, aunque no pueda ser excluida en todos los casos, debería verse con mucha precaución. En primer lugar, tan racional es votar por un partido que nos gusta como en contra del que no nos gusta; y esto permite que demos nuestro voto a políticos que no nos entusiasman, pero que utilizamos para oponernos a otros que rechazamos por completo. Un segundo argumento es que la utilización de información incompleta no tiene por qué implicar que la gente no actúe racionalmente. De hecho, no molestarse en obtener información y no acudir a votar puede ser una conducta perfectamente lógica, como muestra la paradoja del voto, que apunta la idea de que los costes de votar son siempre superiores al beneficio esperado de un triunfo electoral de nuestro partido favorito multiplicado por la probabilidad de que un voto determinado influya en el resultado final. De forma similar, se argumenta que la gente, aunque quiera castigar a los malos gobernantes, tiene una memoria relativamente corta con respecto a los acontecimientos políticos y, por lo tanto, no va a expulsar siempre a políticos corruptos por hechos acontecidos en el pasado. Pero no parece que ésta sea una buena explicación de lo que ocurre en nuestro país. Los escándalos han alcanzado tales dimensiones y son, desde hace tanto tiempo, la noticia estrella de los medios de comunicación que resulta difícil aceptar que la gente se olvide de los casos de corrupción en poco tiempo.
Sin alternativa
Creo que la causa más probable de estas aparentes contradicciones en el comportamiento de los votantes españoles es diferente. En nuestro país, la mayoría de la gente está convencida de que una posible llegada al poder de otros partidos no mejoraría las cosas; y muchos piensan que, con el cambio, la situación empeoraría. Este es uno de los grandes dramas de la actual política española: no nos gusta lo que tenemos; pero pensamos que no hay una alternativa razonable que nos permita mejorar.
Muchos votantes creen que un cambio de los partidos en el poder no solucionaría el problema de la corrupción porque se trata de un fenómeno profundamente arraigado en la Administración Pública española, especialmente en los ámbitos local y autonómico, y porque no hay diferencias sustanciales a este respecto entre unos políticos y otros. Esto puede ser cierto o no. Es imposible saber si el porcentaje de políticos potencialmente corruptos es mayor en unos grupos que en otros; y no sabemos tampoco lo que ocurriría con nuevos partidos en el poder. Si no hay garantía de que los “nuevos” políticos vayan a ser más honrados que los “viejos”, y dado que algunos de aquéllos ofrecen a la opinión pública una imagen de manifiesta incompetencia, puede ser perfectamente racional que mucha gente –tal vez la mayoría– no quiera cambiar su voto. No es una visión optimista de nuestra situación política. Es cierto. Pero las cosas son como son y no como nos gustaría que fueran