Este domingo habrá elecciones en Chile. En ellas se decidirá quién será el nuevo presidente de la República. Tras una campaña electoral que no ha dejado a nadie indiferente, las encuestas dan como favorito a Sebastián Piñera, candidato de la derecha, empresario y expresidente que gobernó entre 2010 y 2014. Es el que más garantías ofrece al electorado en la lucha contra el crimen y el desempleo en comparación con sus siete adversarios. Piñera tiene enfrente a la coalición Nueva Mayoría, de la actual presidenta, Michelle Bachelet, que está dividida entre los candidatos Alejandro Guillier, quien cuenta con el respaldo de la mayoría del centro-izquierda de la coalición, y Beatriz Sánchez, quien representa a la recién formada coalición izquierdista Frente Amplio.
De acuerdo con la última encuesta realizada el 3 de noviembre, Piñera podría obtener el 42% de los votos en la primera vuelta. El senador Guillier obtendría un 20% de apoyo, y la postulante Sánchez, un 13%. Las encuestas apuntan también a una ventaja de Piñera en una posible segunda vuelta contra cualquier competidor. Esta victoria consolidaría el cambio de un largo ciclo de los movimientos de izquierda en Chile, que han ocupado el gobierno desde el fin de la dictadura militar de Augusto Pinochet en 1990, excepto el periodo comprendido entre 2010 y 2014, cuando el propio Piñera fue presidente.
A lo largo de los cien últimos años, y en situaciones críticas, se han producido en el mundo cambios radicales en las políticas económicas de los países, como por ejemplo los impulsados por Roosevelt frente a la crisis de 1929, o por Margaret Thatcher frente al choque del precio del petróleo en los años 70. De ahí que las estrategias económicas que están siguiendo los presidentes de Gobierno elegidos recientemente respondan al típico cambio pendular que se produce siempre después de una crisis económica (la cual suele pasar una factura elevada al partido político en el poder, que habitualmente sufre luego una fuerte derrota en las urnas).
En Chile no es diferente. Efectivamente, a partir del año 2014, las reformas lideradas por la presidenta Bachelet fueron desmoronando su Gobierno, que hoy tiene una tasa de desaprobación de un 56%. Este paquete de reformas estructurales, que incluye la tributaria (2014), educativa (2015) y laboral (2016) debería haber abierto nuevos caminos para impulsar el crecimiento, pero se ha avanzado poco.
El resultado de estas medidas ha sido, por lo menos en el corto plazo, una pérdida económica importante:
1) La nueva carga tributaria a las empresas, destinada a financiar el gasto público, ha golpeado la inversión, la cual ha bajado del 25,7% en el 2013 a 21,5% en 2017. Las agencias de calificación de riesgo Fitch y Standard & Poor’s han rebajado en los últimos meses la nota de Chile, debido a cuatro años de estancamiento económico y al creciente déficit público. El crecimiento del PIB en 2017 se ha estimado en 1,4%, dos décimos menos que el año pasado. El déficit exterior llegará a casi 6.000 millones de dólares, según datos del Fondo Monetario Internacional. Como consecuencia, el índice de Libertad Económica de Chile, medido por la Heritage Foundation, sigue una tendencia a empeorar– aunque este país sea el décimo económicamente más libre entre los 186 analizados.
2) El impacto de la reforma laboral de 2016 es dudoso, debido a ambigüedades legales todavía no aclaradas. Por supuesto, la legislación da más poder a los sindicatos en cuanto a negociaciones salariales, y prohíbe los contratos para sustituir a los huelguistas. Son medidas de protección al trabajador, pero pueden amenazar la flexibilidad del empleo, la productividad de las empresas y el reajuste de los salarios.
3) Por último, los principales socios comerciales de Chile pasan también por una situación económica peor que la que tenían hace unos años. Un 25% de sus exportaciones se dirigen a China. La desaceleración de esta economía, especialmente en el sector industrial, está teniendo un fuerte impacto en la demanda y en el precio del cobre (del que Chile es el mayor exportador del mundo), que bajó casi un 50% entre el 2011 y el 2016. Las exportaciones chilenas, aunque beneficiadas por la depreciación del peso en casi un 30% en los últimos cuatro años, en este mismo periodo han caído un 1%. Los ingresos por exportaciones hacia EEUU y Europa están creciendo más lentos, y América Latina enfrenta problemas estructurales, como muestran los ejemplos de Brasil, México y, en un caso más extremo, Venezuela.
Una victoria de Piñera beneficiaría al funcionamiento de la economía y la inversión empresarial. No en vano, ya anunció que renunciaría a la reforma educativa de 2015 para implantar un nuevo sistema de acceso a la educación superior, que modificaría la reforma laboral de 2016 para asegurar la creación de empleos, y que adoptaría una política fiscal expansionista, bajando los impuestos a las empresas. Sobre la reforma del sistema de pensiones, Piñera defiende el fortalecimiento de los fondos de ahorro de los trabajadores, una vez que aumentara el aporte del Estado para mejorar las pensiones de los más vulnerables, la clase media, las mujeres y de todos aquellos trabajadores que prefieran continuar trabajando después de la edad de jubilación.
Un gobierno de Piñera diseñaría una estrategia de política económica más liberal que la actual, y la distanciaría de los gobiernos populistas de Bolivia, Venezuela, Ecuador, etc., acercándose a los actuales de Colombia y Argentina.
Sea quien sea, el nuevo presidente de Chile tendrá como principal desafío la aceleración del crecimiento frente a una sociedad cada vez más activa y demandante. Deberá adoptar mayor austeridad y reasignar los gastos para resolver los problemas que han generado las reformas de Bachelet, lo que significará implementar una política económica que logre diversificar y aumentar el tejido empresarial.
Habrá todavía que responder, tal como propone Piñera, a las demandas de la población sobre la reforma del sistema de pensiones, que hoy es administrado por instituciones financieras privadas. Así pues, independientemente de quien gane mañana en esta primera vuelta, resulta deseable que la política económica que se aplique en Chile después de las elecciones aumente el crecimiento económico y la generación de empleo y reduzca la inflación y el déficit con el exterior. Y ello supone dar un giro a las políticas actuales.