Primero vino el silencio, después la sangre y el fuego. Este podría ser un buen resumen de la nefasta gestión del Gobierno ante la crisis del coronavirus, así como de sus desastrosos resultados. El silencio fue uno incómodo, tenso, pues anunciaba la tempestad que podía desatarse y se desató. Las miles de voces que entonaban cánticos el 8-M no hicieron sino acallar la de la prudencia. Las autorizadas que quedaban desautorizadas por nuestros responsables políticos ensordecieron la señal de alarma que nunca fue.
El fuego vino después, en lo político, que es ya escenario de batalla campal, con Vox en frontal oposición contra el Gobierno y el Partido Popular con exigencias venidas a más conforme se constata día tras día la incompetencia hiperbólica de Sánchez ante una situación que le vendría grande a cualquiera, pero especialmente a él. Asimismo, ha ardido la economía por el confinamiento y la paralización de la actividad productiva, pero también por la batería de medidas económicas que acabarán costando más de dos millones de empleos en nuestro país. Tan sólo resta que la sociedad llegue al punto de ignición, que quizá no suceda, pues el grado de adormecimiento es irritante, o quizá sí lo haga ante la incesante lluvia de mentiras, la pública y notoria ineptitud y las sucesivas limitaciones y hasta suspensiones de derechos y libertades que bordean peligrosamente, cuando no escapan, la legalidad vigente.
Primero tuvo lugar la declaración de un estado de alarma que, en realidad, lo fue de excepción. Un encubrimiento muy a mano que ha dado al Ejecutivo un control que habría de haberse otorgado desde el Congreso y no por su propia mano. Luego se recrudecieron ciertas medidas del texto inicial de aquel decreto, ordenando el cese de toda actividad económica no esencial. Una medida drástica, aunque quizá necesaria, pero que, en ocasiones, pone en serios aprietos el pacta sunt servanda que ha de regir los contratos, sea entre propietario e inquilino, acreedor y deudor hipotecario o empresario y empleado. No me refiero aquí a las excepciones conocidas de caso fortuito o fuerza mayor o la alteración sobrevenida de las circunstancias contractuales o rebus sic stantibus, sino a la disparidad de trato que, mientras pretende legitimarse en la protección al más débil, acaba arrastrando al abismo a éste y a quien le da empleo, le alquila una vivienda o le concede un préstamo. Disparidad que también se encuentra entre el sector privado, plagado de ERTEs y permisos retribuidos recuperables, mientras que los funcionarios siguen cobrando trabajen, teletrabajen o no hagan nada. Estos últimos ya se fueron de rositas en 2008 y todo apunta a que lo harán de nuevo en esta ocasión.
Después tuvo lugar la guerra de desinformación y asilo a la libertad de prensa, maquillada con una esperpéntica rueda de prensa telemática tanto en el fondo como en la forma. Y, por último, ahora gana enteros el confinamiento de los positivos asintomáticos en hoteles y otro tipo de instalaciones. Un confinamiento que esperemos sea voluntario, pues la obligatoriedad de este terminaría de colmar un vaso ya casi rebosante.
En cuanto a la sangre, son ya más de 13.000 los fallecidos tanto por el virus como por la negligencia manifiesta de un gobierno aficionado. Una tragedia que no lo es aún mayor gracias al sacrificio de héroes nacidos y también sobrevenidos.
Decía Goethe que “el talento se educa en la calma y el carácter en la tempestad”. Pues bien, Pedro Sánchez no hizo lo primero ni ha demostrado lo segundo y su esperpéntico gobierno debe ser reemplazado por otro de concentración que mire por la superación de la crisis y la reconstrucción de España. Una España que merece profesionales, no diletantes, por mucho que estos abunden. ¡Basta ya!