Hoy, apenas un mes después, se constata que el problema de México es ya de recesión. Si bien anteriormente había sospechas de que el crecimiento cero que arrojaban las estadísticas oficiales podía estar maquillando números rojos, ahora se trata de una realidad que el PIB de México se redujo un 0,4% entre julio y septiembre; el primer descenso desde la crisis de 2009.
Ahora, AMLO se encuentra en una encrucijada. O bien rectifica bajo la senda de la austeridad y la rebaja fiscal para aliviar y dinamizar la economía, contraviniendo así sus promesas de campaña, o bien —por soberbia política y búsqueda de rentas electorales— estará arrojándose sobre la espada, como hiciese Áyax en la Ilíada. El problema, como sucede con los gobernantes que prometen gasto social sin que les cuadren los números, radica en que, de actuar así, no solo estaría truncando su futuro político, sino también perjudicando gravemente a México.
Una de las principales dificultades para paliar este tipo de situaciones, a las que otros países con mayor tradición socialdemócrata se hallan más acostumbrados, reside en el sistema de incentivos que generan las promesas de gasto social, así como la red clientelar que tejen, de forma voluntaria o no. Y este es, en gran medida, el sino que rehuimos quienes abogamos por un Estado más reducido, alejado de las vidas (y los bolsillos) de los ciudadanos: y es que el Estado, una vez existe, parece que tan solo puede crecer con un avance imparable, en el que únicamente el momento de inicio y la velocidad resultan susceptibles de modificación.
En cualquier caso, a la vista de las desastrosas consecuencias de asentarse en el inmovilismo, AMLO debe cambiar el rumbo, pues el actual no prepara al país para hacer frente a una recesión, a la par que continúan las medidas basadas en subsidios y ayudas. Como señalan los expertos, la fase recesiva en la economía mexicana se manifiesta directamente en la pérdida de empleos, así como en un recorte considerable del poder adquisitivo de las familias. En concreto, por cada décima que se rebaja el PIB mexicano, se estima que se dejarán de crear entre 30.000 y 40.000 puestos de trabajo. Así, si en 2019 se cumple la previsión de crecimiento negativo del 0,1%, podrían destruirse hasta 350.000. Sin empleo, no hay contribuyentes; sin contribuyentes, no hay ingresos para el Estado; y sin ingresos, no cabe gasto público. Salvo que se aumente la deuda pública, por supuesto, creando, de facto, un impuesto diferido en el tiempo. Esto contrasta fuertemente con la promesa realizada por AMLO hace apenas dos meses, cuando aseguró que, en dos años, no habría contratación de deuda pública ni nuevos impuestos. Una verdadera incógnita si podrá cumplirla ante la recesión en la que se ha instalado México.
Es comprensible que, ante la proclamación de la socialdemocracia a la europea en Latinoamérica, el gobierno de AMLO esté tentado de seguir su hoja de ruta pase lo que pase. Sin embargo, ubicado ya en este espectro ideológico, haría bien en tratar de emular solo las buenas praxis europeas y evitar las malas, en vez de intentar diferenciarse de algunas naciones de su entorno geográfico. México es un gran país, pero ha de actuar con prudencia. De lo contrario, su salto hacia la socialdemocracia puede ser al vacío. Y así, su sueño convertirse en pesadilla.