Las próximas elecciones generales en España despiertan en Europa curiosidad y al mismo tiempo generan preocupación. Curiosidad, en cuanto a la gobernabilidad del país. Tras el espectáculo de postureo y fobias personales que presenciamos desde fuera por parte de los líderes políticos y sus secuaces tras las elecciones del 20-D queda por ver si ahora serán posibles pactos postelectorales entre los partidos constitucionalistas que den al país un Gobierno estable, responsable, creíble y fiable.
Preocupación, con respecto al futuro rumbo de la política económica. Dos de los cuatro aspirantes a la presidencia del Gobierno, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, se vienen pronunciando a favor de políticas fiscales activas de expansión y de políticas económicas intervencionistas en los mercados, sobre todo en el mercado laboral. Además, muestran su intención de querer ignorar los objetivos de déficit público marcados por la Comisión Europea con arreglo al Pacto europeo de Estabilidad Fiscal (3% sobre el PIB).
No nos tranquiliza en Europa que ambos políticos declaren ser socialdemócratas con el fin de no asustar al electorado español; utilizando criterios europeos ni Sánchez lo es, ni menos aún Iglesias con sus convicciones antisistema y antieuropeas y su admiración por el movimiento bolivariano-chavista.
En Europa estaríamos tranquilos si el futuro Gobierno aprovecha los actuales vientos de cola favorables para que la economía española se convierta en una economía dinámica en el medio y largo plazo. Es un hecho irrefutable que la políticas de ajuste fiscal y de reformas estructurales del Gobierno de Rajoy, aunque incompletas, están empezando a dar sus frutos. La economía que estuvo al borde de la quiebra ha salido de la recesión, vuelve a crecer y está creando empleos de forma notable.
El que Sánchez e Iglesias, y un tanto ambiguamente también Albert Rivera, lo estén negando constantemente y lo hicieran en el reciente «debate a cuatro? en la televisión es pura demagogia y un insulto a la inteligencia. Sin dinamismo económico no hay ni pleno empleo, ni recursos para mantener y profundizar el Estado del Bienestar -así de simple.
Ahora bien, el dinamismo económico no se consolida mediante políticas fiscales cortoplacistas de impulsar la demanda agregada y tampoco a través de una fuerte subida del salario mínimo interprofesional (Sánchez) o la introducción de una generosa renta básica para todos (Iglesias). Los multiplicadores del gasto público son muy bajos en una economía abierta frente al exterior (globalización), como lo es la española.
En una sociedad libre no se le puede obligar a ningún ciudadano a comprar productos de fabricación nacional; de hecho nadie se deja coaccionar, seguro que Sánchez e Iglesias tampoco. Y encarecer artificialmente desde las esferas estatales la mano de obra no puede más que generar desempleo, sobre todo entre las personas menos cualificadas. El tan elevado paro juvenil en Francia persiste en gran medida debido al salario mínimo que es superior a la productividad de los jóvenes, como revelan diversos estudios.
El camino que le queda por delante a la economía española para su saneamiento total no se acorta fomentando el consumo. Consumiendo no se crea un potencial de crecimiento y empleo satisfactorio. El potencial es fruto de las inversiones en capital fijo y en capital humano.
Y para que haya suficientes inversiones el Gobierno debe aplicar políticas de oferta que fomenten la competencia en los mercados (desregularizaciones), estimulen la creación de nuevas empresas (menos trámites burocráticos), mejoren la empleabilidad de la fuerza laboral (mayor calidad del sistema de la enseñanza escolar y universitaria y mejor uso del modelo dual de aprendizaje profesional), inciten a las empresas a que intensifiquen sus todavía modestas inversiones en I+D+i (ayudas fiscales), e impulsen a los sectores privado y público a aprovechar al máximo las múltiples oportunidades que ofrece la revolución digital para fortalecer la eficiencia y ahorrar en costes (más redes de cable de banda ancha). En Europa, las políticas económicas se configuran a lo largo de estas coordenadas y no en base a un keynesiamismo vulgar y trasnochado de estimular el consumo.
Uno de los pilares de toda política de oferta es la consolidación fiscal, que es lo que crea entre los agenteas económicos confianza hacia el futuro. A España le queda aún un recorrido notable y en Europa nos gustaría que el Gobierno aproveche la prórroga de un año que le acaba de conceder la Comisión Europea para reducir el déficit público. La disciplina fiscal es imprescindible para poder parar e invertir de una vez por todas la tendencia alcista de la deuda pública del país; ésta equivale a casi el 100% sobre el PIB -40 puntos por encima del nivel que marca la normativa europea y próximo al nivel considerado como difícilmente sostenible a medio plazo debido a los abultados costes financieros que acarrea, aparte de suponer un fuerte impuesto sobre las futuras generaciones y por consiguiente ser incompatible con la justicia social intergeneracional.
Por consiguiente, debe de conservarse el artículo 135 de la Constitución española (reformado en 2011 bajo el Gobierno de Zapatero con un amplio apoyo parlamentario, también del PSOE) y no aguarlo o incluso derogarlo, como proponen los dirigentes políticos de la izquierda.
También sería a todas luces irresponsable desbordar el gasto público y la deuda del Estado para contentar al pueblo, ocultando, claro está, el coste que les aguarda a los beneficiarios en cuanto pierdan su empleo. No hay más que recordar cómo el año pasado Alexis Tsipras (el referente de Pablo Iglesias), al negarse a sanear las finanzas públicas, hundió en pocos meses la economía griega en la recesión, ocasionó la huida masiva de capitales, sometió a los ciudadanos al corralito bancario, y a punto estuvo de verse con su país fuera de la zona euro.
En España las cosas no irían mejor. Los enormes esfuerzos y sacrificios que hicieron los cuidadanos durante los últimos años para corregir los excesos de endeudamiento cometidos previos a la crisis financiera-económica habrían sido en vano. ¿Es éste el «cambio», y además «progresista», del que tanto se habla actualmente en España?