Hay que preguntarse si tiene sentido considerar ‘social’ una reforma legal que impedirá alquilar un piso a tanta gente que realmente lo necesita.
La primera reflexión que me sugiere la lectura de la nueva Ley de Vivienda es que, de nueva tiene, ciertamente, poco, al menos en lo que a la regulación de los arrendamientos urbanos se refiere. Empecemos por el principio y leamos su extensa Exposición de Motivos. En ella se alude a la actual regulación legal del sector, a la Constitución Española, a la jurisprudencia del Tribunal Europeo y del Tribunal Constitucional español, y a numerosos acuerdos internacionales sobre derechos económicos y sociales. Se echa de menos, sin embargo, una referencia a la tradición legislativa española del siglo XX en este sector. Porque, si algún antecedente tiene esta ley, es, sin duda, la legislación que estuvo vigente en España durante los años del régimen del general Franco. La lectura del texto de la ley de 31 de diciembre de 1946 sobre arrendamientos urbanos, la norma básica de la regulación del sector, en la primera fase del régimen de Franco, resulta muy interesante a estos efectos, ya que permite encontrar similitudes importantes con el nuevo texto legal en cuestiones que parecía que ya habían sido superadas hacía mucho tiempo.
Tanto la ley de 2023 como la norma franquista parten de la idea de que existe un problema en el sector de la vivienda y que el Estado debe intervenir de alguna forma para solucionarlo. La ley de 1946 reconocía que la solución a la escasez de viviendas no podía lograrse sólo con una ley, ya que equilibrar la oferta y la demanda exigiría la construcción de numerosas viviendas, lo que dependía de circunstancias externas al regulador. Pero señalaba que el texto legal suponía una respuesta a corto plazo a tales problemas. En el mismo sentido, la nueva ley, al regular lo que denomina “zonas de mercado residencial tensionado,” establece un procedimiento acotado en el tiempo que faculta al Estado a intervenir en el mercado para amortiguar las situaciones de tensión y conceder a las administraciones competentes el tiempo necesario para poder compensar en su caso el déficit de oferta o corregir con otras políticas de vivienda las carencias existentes en dichas zonas. La idea, en ambos casos, es ganar tiempo hasta llegar a una situación de normalidad. Pero lo que realmente suele ocurrir con estas políticas es que las propias regulaciones hacen muy difícil alcanzar el equilibrio en este mercado, por lo que la excepcionalidad puede mantenerse durante muchos años. Así ocurrió con la legislación de la posguerra, que impidió el desarrollo de un mercado eficiente de arrendamientos de vivienda en España durante décadas; y así sucederá, seguramente, en el próximo futuro en el caso que esta ley se apruebe finalmente y permanezca en vigor durante un período de tiempo dilatado.
También pueden encontrase semejanzas entre ambas normas en lo que se refiere a los instrumentos de control del mercado diseñados por el legislador. Algunos de los que se incorporan a la nueva ley son bien conocidos, como el control de rentas o el establecimiento de períodos mínimos de duración de los contratos y prórrogas forzosas para el arrendador. Pero hay otros que se presentan como novedosos y, sin embargo, también estaban presentes –aunque de una forma algo distinta– en la ley de 1946. Uno de ellos es penalizar a los propietarios que mantengan sus viviendas desocupadas durante un determinado período de tiempo. La Ley de 1946 admitía denuncias contra estos propietarios y habilitaba al gobernador civil a proceder a su alquiler con carácter forzoso. La nueva ley no llega a tanto –al menos, por el momento–, pero habilita a los ayuntamientos a penalizar a los propietarios de viviendas desocupadas en determinadas condiciones con subidas de impuestos.
Otro punto de semejanza entre ambas normas es el tratamiento especial que en ellas se da a los desahucios de personas con problemas económicos graves. La ley de 2023 habla de “situación de vulnerabilidad económica o social”. Y la ley de 1946 también consideraba estos casos y eximía del pago de alquiler al inquilino en paro forzoso. La nueva ley afirma, de una forma un tanto eufemística, que “introduce importantes me- joras en la regulación del procedimiento de desahucio en situaciones de vulnerabilidad”. Pero tales supuestas “mejoras”, consisten, básicamente, en hacer más difíciles los procedimientos de desahucio. El problema es que las barreras legales al desahucio se convierten fácilmente en barreras al alquiler. Y el hecho de que estas medidas se apliquen sólo a arrendatarios con escasos medios económicos no mejora las cosas; incluso puede empeorarlas para aquellos a los que se intenta proteger, ya que del mercado de alquileres pueden quedar excluidas todas aquellas personas que no ofrezcan garantías suficientes al arrendador. Quienes, al entrar en vigor la nueva ley, tengan pocos medios económicos y sean ya inquilinos, verán su posición reforzada. Pero quienes busquen un piso y sean potencialmente “vulnerables” van a tener muy difícil encontrar en el futuro una casa en la que vivir. Y hay que preguntarse si tiene sentido considerar “social” una reforma legal que impedirá alquilar un piso a tanta gente que realmente lo necesita. Parece que Franco pensaba que establecer estas regulaciones era la forma más adecuada de afrontar el problema de la vivienda en España. Me temo que el actual Gobierno lo cree también.