En enero de 2017 Donald Trump juró el cargo de presidente de los Estados Unidos. La elección, celebrada en el mes de noviembre anterior, había resultado en cierto modo sorprendente, ya que la candidata demócrata Hillary Clinton era la favorita en casi todas las encuestas y contaba con el apoyo del presidente saliente, de la mayor parte del poder económico y financiero y de los principales medios de comunicación. Pero el rechazo que en gran parte de los votantes provocaban no sólo la señora Clinton, sino también el partido demócrata, la burocracia de Washington y el propio Obama dieron la victoria a un populista nato que conecta bien con el hombre de la calle y ofrece soluciones que gustan al votante medio, aunque planteen muchas dudas a un analista solvente.
Ya en su discurso de investidura dejó claros los objetivos de su presidencia: reconstruir el país y restablecer su prosperidad, devolviendo, además, el protagonismo a la gente, que lleva mucho tiempo, en su opinión, dependiendo en exceso de los políticos y de la administración pública. Lo más preocupante de este discurso era, sin duda, su apelación al nacionalismo, actitud que se resume bien en un lema muchas veces repetido: “America first”. Y esto implica para Trump orientar a su país hacia el proteccionismo: hay que consumir productos norteamericanos y dar empleo a trabajadores norteamericanos. Lo que le lleva a promover medidas para limitar las inversiones de las empresas norteamericanas en el exterior y para controlar las importaciones que, en su discurso, “destruyen nuestras fábricas y nuestros empleos”.
Ha transcurrido un año y, afortunadamente, estas apelaciones a la protección y al aislamiento han tenido pocos efectos. Es cierto que el proyecto de Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP) está prácticamente paralizado; pero me temo que buena parte de la opinión pública europea –desde la derecha nacionalista a la izquierda radical– es tan poco partidaria de cerrar un acuerdo como el propio Trump. Por otra parte, las amenazas tanto al Acuerdo Transpacífico (TPP) como al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) no se han materializado en nada sustancial, al menos hasta ahora. Y esto es importante, porque una política de comercio exterior como la defendida en el programa del nuevo presidente causaría serios daños no sólo a la economía norteamericana, sino también a la del resto del mundo.
Otras propuestas económicas de Trump son, sin embargo, mucho más sensatas y deberían tomarse seriamente en consideración. La idea de diseñar un gran proyecto de mejora de las infraestructuras del país tiene bastante sentido, como podrá confirmar fácilmente todo aquel que haya visitado los Estados Unidos en los últimos años. Como también lo tiene derogar la desafortunada reforma sanitaria de Obama, por citar sólo un par de ejemplos. Pero no cabe duda de que la medida que puede tener más efectos positivos sobre la economía norteamericana es la propuesta de reforma fiscal que acaba de aprobar el Congreso. Parece que, por una vez, las cosas le han salido bien al presidente y la reforma ha emprendido su camino con buen pie.
Un punto fundamental de la nueva ley es la reducción significativa de los tipos de gravamen en el impuesto de sociedades (del 35% al 21%) y algo menor en el de la renta de las personas fí- sicas. Además, en los que a las familias hace referencia, se incrementan las deducciones por hijos y se aumenta el mínimo exento en el impuesto de sucesiones. Y otro aspecto interesante: en la reforma se reduce en buena medida la deducción que en el pago del impuesto federal sobre la renta se aplican quienes pagan determinados impuestos estatales y locales. Este cambio perjudica, sin duda, a quienes residen en los estados que tienen impuestos más altos; pero favorece a quienes viven en los demás estados. Y, lo que es más importante, reduce los incentivos de determinados estados a elevar aún más la presión fiscal e intentar que sus contribuyen pasen parcialmente la carga al presupuesto federal.
Tales rebajas de tipos pueden suponer, ciertamente, una reducción significativa de ingresos para el Estado. Trump piensa que la mayor tasa de crecimiento que la reforma generará será suficiente para compensar la caída de los tipos. No sabemos si la economía de la oferta funcionará realmente hasta tal punto. Pero hay buenos argumentos para defender la idea de que los efectos de la reforma serán positivos, incluso en el caso de que el déficit público aumente algo en el corto plazo.
No lo ven así sus críticos, ciertamente. La rebaja en el impuesto de sociedades se ha presentado como un regalo para los ricos, olvidando que quienes realmente pagan impuestos son las personas, no las sociedades mercantiles; y que en la propia tradición socialdemócrata norteamericana se planteó en su día la abolición del impuesto de sociedades para que fueran los dueños del capital quienes pagaran directamente el gravamen. Nancy Pelosi, la líder demócrata en la Cámara de Representantes, ha llegado a afirmar que esta ley es “la peor de la historia”. Al margen de que tan radical opinión resulte un tanto exagerada, la frase refleja un rasgo preocupante de la política norteamericana en los momentos actuales: los demócratas perdieron de forma clara las elecciones, pero todavía no han entendido lo que pasó.