La concentración de población en las grandes urbes y la sensibilidad ante la contaminación de los últimos años han transformado el sector automovilístico. Se trata de una de las industrias más importantes de nuestro país, ya que, según datos de la patronal ANFAC, supone un 10% del PIB, cifra sólo comparable con la del turismo o la construcción antes de la crisis. En 2016, facturó 61.900 millones de euros directos, a los que hay que sumar otros 35.000 millones indirectos de la industria auxiliar.
En términos agregados, a lo largo del ciclo vital, se destina un 2,5% en promedio del presupuesto familiar para adquirir un vehículo que suele durar una media de diez años. Sin embargo, numerosas presiones legales están obligando a un recambio acelerado del parque automovilístico español. Uno de los puntales de esta estrategia es la protección medioambiental, mediante el uso de coches que contaminen menos, como el híbrido o el eléctrico. Así, los últimos planes PIVE, que subvencionaban la compra de vehículos en plena crisis, hicieron hincapié en aquellos energéticamente más eficientes.
Estas políticas públicas tienen enormes consecuencias sobre las economías domésticas. Concretamente, tomando los datos del Anuario 2016 de la Dirección General de Tráfico (DGT) y comparándolos con los de 2015, puede verse un incremento generalizado del número de automóviles, incluidos los de gasolina, aunque sea en menor medida. En este sentido, solo Extremadura reduce ligeramente el número de éstos. El resto de comunidades muestra crecimientos en torno al 2%, y algunas como Madrid, Baleares y Canarias alcanzan incluso el 3% interanual.
Si tenemos en cuenta que cerca del 70% del parque de vehículos está compuesto por turismos y, de estos, más de la mitad son diésel, vemos hasta qué punto las políticas que penalizan la tenencia de vehículos más contaminantes resultan perjudiciales para la clase media y trabajadora del país. Entre las medidas anti-contaminación (algunas ya se están aplicando) figuran subidas del Impuesto de Vehículos de Tracción Mecánica, restricciones para este tipo de coches en las grandes ciudades (llegando a la prohibición, como ha anunciado Barcelona para 2021), afectación de los protocolos antipolución, o subidas extra de los precios en el aparcamiento regulado de los municipios.
Si bien estos objetivos de lucha contra el cambio climático son loables, se intentan conseguir a costa de perjudicar a las familias más vulnerables y a las regiones con mayor desigualdad de renta disponible. Cantabria, La Rioja, Asturias o Castilla y León concentran el mayor porcentaje de vehículos diésel: en torno al 65% del total del parque automovilístico regional. Por tanto, habría que adoptar medidas de acompañamiento que atenuaran el impacto de las regulaciones ambientales, pensando en ese segmento de población con economía precaria y residente en pueblos en los que apenas hay transporte público. Por ejemplo, se deberían alargar los plazos de vida de estos vehículos y conceder préstamos a bajo interés para su reposición. Porque hay que renovarlos, sí, pero no a cualquier coste.