En las últimas tres semanas, el ministro de Hacienda británico, Peter Hammond, y el presidente de la patronal alemana, Dieter Kaufman, han lanzado señales de alarma sobre los elevados costes que las estrategias de descarbonización diseñadas por los gobiernos de sus países plantean para la competitividad de su industria y de su economía y, por tanto, para el crecimiento, el empleo y el mantenimiento de los niveles de vida y de bienestar disfrutados por sus ciudadanos. Su posición, extensible al conjunto de los países europeos, pone de manifiesto que los programas para combatir el cambio climático, loable e imprescindible objetivo, tienen el serio riesgo de afectar de manera muy negativa e irreversible a una Europa cuyo dinamismo se ha debilitado durante las últimas décadas y que está inmersa en un escenario de declive económico relativo.
En el caso de España, esta llamada de atención tiene una especial relevancia, ya que el anteproyecto de Ley del Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) establece exigencias y objetivos muy superiores de reducción de emisiones de CO2 a las que le asignó la Unión Europea. En concreto, el Gobierno se plantea en 13 años aplicar un recorte de 114 millones de toneladas frente a los 47 millones que le propuso la UE. En paralelo se establece como meta la prohibición del uso y fabricación de vehículos propulsados por combustibles fósiles en 2040 y que el 100 por 100 de la generación eléctrica española proceda de energías renovables en 2050. Esta política, de implantarse, tiene serias probabilidades de tener muy graves consecuencias sobre el futuro económico de la nación.
Cualquier estrategia destinada a luchar contra el cambio climático se enfrenta al dilema de la “tragedia de los comunes” y no cabe ser abordada desde perspectivas nacionales o regionales globales. Muchos países emergentes consideran el uso de los combustibles fósiles, baratos y accesibles, un instrumento básico para impulsar su desarrollo. En consecuencia, tienen una lógica resistencia a restringir el uso de aquellos y a disminuir sus emisiones de C02 a la atmósfera, que es un bien común. En este escenario –la ausencia de un acuerdo global operativo para conseguir esa meta–, el capital y el empleo tenderá a desplazarse de los estados con regulaciones más onerosas a aquellos con una regulación menos estricta.
Esa deslocalización de actividad productiva y de puestos de trabajo no se produce sólo entre países desarrollados y emergentes, sino también dentro de los primeros. Si la legislación para prevenir el cambio climático es mucho más dura que la existente en otras economías de renta alta, ceteris paribus, se producirá una salida de actividad, de capital y de empleo hacia ellas. En otras palabras, la legislación promovida por el Gobierno deteriora la competitividad de la economía española en términos absolutos frente a los estados menos desarrollados y en términos relativos frente a los de su entorno.
Por otra parte, el PNIEC estima unas necesidades de inversión de 236.000 millones de euros hasta 2030 para llegar a las puertas del paraíso. ¿De dónde va a salir ese ingente volumen de recursos? Sólo hay tres opciones posibles: primera, un recorte equivalente del gasto público; segunda, una subida de los precios de la energía para los consumidores; tercera, un alza de los impuestos a los ciudadanos y a las empresas. Parece evidente que esas medidas aisladas o combinadas, da igual, proporcionarían un golpe demoledor a la inversión, al consumo, al crecimiento, al empleo y a la posición competitiva de la economía española. Este es un hecho indiscutible, ignorado u obviado por el Gobierno en su infantil e irresponsable deseo de convertirse en líder europeo y, por qué no, mundial de la batalla contra el calentamiento global. Pero ahí no termina la historia…
Aceptemos que tras soportar esos brutales costes de transición se llega en 2050 a la tierra prometida de una economía descarbonizada con un 100 por 100 de energías renovables. La solar y la eólica son cada vez más populares y supongamos que son competitivas, pero el viento no sopla siempre ni el sol resplandece todos los días. Por añadidura, las baterías para almacenar su intermitente energía no son lo suficientemente baratas ni potentes para llenar los vacíos. La energía nuclear es políticamente tabú para el Gobierno. Soluciones como almacenar dióxido de carbono bajo tierra o convertirlo en combustible limpio son prometedoras, pero también necesitan mucho desarrollo. El hidrógeno es una permanente esperanza pero…En suma, nadie sabe cuáles pueden ser las fuentes de generación limpias del futuro ni su capacidad de asegurar un suministro suficiente y estable de energía (Chu S. an others, What does the future of energy look like?, Stanford University, may 2018).
Por lo que respecta a la prohibición de la fabricación y el uso de vehículos propulsados por combustible fósiles y a la apuesta por una sola tecnología, el coche eléctrico, es temeraria y antisocial. Por una parte, no puede condicionarse todo el proceso productivo de la industria automovilística por decreto a una modalidad de transporte ignorando las posibles soluciones tecnológicas que puedan emerger; por otra, esa drástica medida prohibicionista elimina cualquier incentivo para investigar en nuevas tecnologías y penaliza de manera clara a los usuarios con menores niveles de renta, léase los propietarios de vehículos de diésel que constituyen el 75 por 100 del parque español. Por último, ¿cómo va a compensar el Gobierno la pérdida de recaudación fiscal producida por la desaparición del impuesto de hidrocarburos?
El Plan Nacional Integrado de Economía y Clima constituye de facto una forma de planificación central indirecta de la estructura económica española en función de una visión ideológica que hace abstracción de sus consecuencias prácticas. Su aprobación constituiría el mayor shock estructural negativo recibido por la economía desde la restauración de la democracia y constituye una muestra de megalomanía con su afán, a lo Julio Verne, de “asombrar al mundo”.