La emergencia y desarrollo de monedas digitales es objeto de un intenso debate académico y político, agudizado por el reciente desplome del precio de los Bitcoin (BCs).
Por un lado, están quienes consideran éstos una alternativa al monopolio de emisión disfrutado por los bancos centrales, origen de la persistente erosión del poder adquisitivo de las divisas y del desarrollo de ciclos económicos desequilibradores; por otro, quienes los contemplan, no sólo como un activo especulativo que no cumple los requisitos exigibles al dinero (medio de pago, unidad de cuenta y depósito de valor), sino como una amenaza para la estabilidad del sistema financiero y de la economía real. Ahora bien, pese a su vigorosa expansión, la importancia de esta modalidad dineraria en el mercado es marginal y, por ello, su impacto macroeconómico es muy débil.
Las cripto-divisas no están reguladas. Son emitidas y gestionadas por sus promotores, y aceptadas y utilizadas por los miembros integrados en una comunidad virtual. En el caso del BC, éste opera como una plataforma global; pueden ser empleados en cualquier transacción y compiten con las monedas tradicionales, por ejemplo, el euro o el dólar.
Su tasa de cambio respecto a ellas es fijada por las fuerzas de la oferta y de la demanda. Cualquier nueva valuta es creada e introducida en la cadena por los mineros, individuos a cargo de unos sofisticados ordenadores, capaces de efectuar los cálculos matemáticos necesarios para verificar la validez de las operaciones. A cambio de ello, reciben una recompensa. Pero su actuación se enmarca en una restricción previa: el incremento de la oferta monetaria viene establecido por un algoritmo que limita a un máximo de 21 millones, el montante total de BCs en circulación para 2040.
A priori, los incentivos de los usuarios para emplear BCs son claros. Las transacciones son anónimas ya que las cuentas no son registradas y los operadores tienen la opción de crear múltiples direcciones de BC para diferenciar y aislar sus operaciones. Los BCs se envían directamente de un ordenador a otro y las compraventas se realizan con mayor rapidez y a menor coste que las efectuadas a través de los medios de pago clásicos.
Para algunos economistas liberales, la expansión de los BCs y, en el extremo, su conversión en el esquema monetario dominante a través de un proceso competitivo reducirían, que no eliminarían, la inflación de la faz económica y los ciclos generados por un exceso de creación de dinero.
Sin embargo, otros miembros de la tribu liberal son escépticos ya que, a diferencia de, por ejemplo, el oro, los BCs son otra forma de dinero fiduciario. No tienen un valor intrínseco ni satisfacen el Teorema de Regresión de Menger-Mises. La aceptación de una moneda por el público no depende en última instancia de ningún ukase gubernamental ni siquiera de una convención social. Una divisa se demanda hoy básicamente porque se piensa que mañana va a mantener su poder adquisitivo. Los BCs adolecen de ambos requisitos. Pero ahí no terminan las objeciones.
De acuerdo con su Protocolo, la magnitud total de BCs crecerá de manera geométrica hasta alcanzar los 21 millones en 2040. Si el número de usuarios se incrementa exponencialmente, da igual la razón, y se asume que la velocidad de circulación del dinero no aumenta de modo proporcional, se producirá una apreciación de los BCs o, para decirlo con otras palabras, una depreciación de los bienes y servicios denominados en ellos. En este contexto, los poseedores de BCs tendrán un potente estímulo para atesorarlos y posponer sus decisiones de consumo. En el caso de que los BCs tuviesen un uso generalizado se desencadenaría una espiral deflacionaria.
Por otra parte, los compradores de BCs adquieren éstos a cambio de monedas, llamemos, reales: dólares, euros, libras, etc., pero sólo pueden convertirlos a ellas si otros usuarios están dispuestos a comprárselos. Esta situación corre el riesgo de degenerar en una pirámide de Ponzi, esto es, el mecanismo en virtud del cual el pago de los retornos esperados por los inversores existentes procede de los fondos aportados por los entrantes. Si éstos no aparecen, los tenedores de BCs se arriesgan a perder toda su inversión si su precio colapsa y/o quedarse atrapados en una trampa de iliquidez.
¿Ha habido una burbuja de BCs? Ello implicaría un escenario en la que el precio de aquellos divergiría sistemáticamente de sus fundamentales. La dificultad de definir éstos en el caso de los BCs, por la ausencia de un activo subyacente o de una garantía estatal que los respalde, hace que su cotización sólo sea comparable a las fluctuaciones de su precio respecto a otras monedas, las fiduciarias. Desde esta óptica, el comportamiento de los inversores en BCs es muy similar al que se produce con las sobrerreacciones de las tasas de cambio. Es posible obtener altos beneficios durante la fase alcista, aunque ésta sea insostenible en el largo plazo, si se venden los BCs antes de que la burbuja explote.
En principio, la emergencia del dinero digital es un hecho positivo. Podría traducirse en el surgimiento de una moneda/s sólida y competitiva con las fiduciarias. Esta dinámica de concurrencia cabe ser favorecida o entorpecida por la regulación, por los monopolios de emisión y por los gobiernos, celosos de competidores que cercenen su posición de dominio en el mercado y los ingresos del señoreaje.
Es probable que la revolución tecnológica en curso y la propia competencia corrija en el futuro las deficiencias de las actuales plataformas oferentes de cripto-monedas y las dote de una mayor seguridad. Desde esta óptica, ceteris paribus, BC no es el punto de llegada sino el de salida hacia fórmulas más eficientes en la emisión de dinero privado concurrente con el monopolio público, pero su presente configuración tiene fallas sustanciales que lastran su potencial capacidad de convertirse en la divisa hegemónica.
Dicho todo lo anterior, quienes atacan a los BCs y otras plataformas de moneda virtual con proclamas apocalípticas no tienen razón. A día de hoy, el volumen de transacciones en monedas virtuales no constituye ningún peligro para la estabilidad de los precios, del sistema bancario-financiero o para instrumentar la política monetaria. Si en el futuro logran transformarse en un patrón alternativo al actual, ello se deberá a que proporcionan a sus usuarios una valuta mucho más segura que la suministrada por los poderes públicos. Por tanto, los reguladores han de actuar con prudencia y no sobrerreaccionar ante un fenómeno cuyas benéficas o negativas consecuencias son todavía una incógnita.