A lo largo de los últimos años hemos escuchado propuestas de todo tipo para conseguir que los precios de la vivienda en alquiler dejen de subir. La gente necesita un lugar donde vivir y los sueldos no han crecido en la misma proporción que las rentas. Al mismo tiempo, resulta que en España existen muchas casas desocupadas que si se pusieran en el mercado de arrendamientos ayudarían a estabilizar los precios y a facilitar el acceso a la vivienda a mucha gente. Y, ante esta situación, lo que buena parte de la sociedad demanda es una regulación pública que, por una parte, controle y limite los precios de los arrendamientos y, por otra, obligue a poner en alquiler las casas vacías. Nada más lógico aparentemente. Pero el problema es mucho más complejo, entre otras cosas, porque estos dos objetivos -control de precios y aumento de oferta- son contradictorios.
Desde el punto de vista del análisis económico, el gran error de los controles de rentas radica en presuponer que la oferta de viviendas en alquiler es estable y no va a cambiar como consecuencia de una reforma legal, aunque ésta perjudique de forma evidente a los propietarios. La oferta, sin embargo, puede ser muy sensible a la regulación. Ante unas normas legales que limiten de manera sustancial el principio de libertad de contrato para favorecer a los inquilinos, los propietarios necesariamente van a reaccionar; y quienes tienen pisos que podrían alquilar lo pensarán dos veces antes de hacerlo y -si finalmente deciden entrar en el mercado- pedirán rentas más altas y mayores garantías a sus potenciales inquilinos. Esto tendrá como resultados que a las personas de menores ingresos y a las que no puedan conseguir los avales requeridos les resultará todavía más difícil encontrar una casa en alquiler.
Antecedentes
Es bien sabido que, en España, el porcentaje de viviendas destinadas al alquiler es significativamente más bajo que en otros países europeos. Y la causa no es, como a veces se afirma, que los españoles tengamos una cierta predisposición genética a comprar casas. De hecho, en el pasado, antes de la Guerra Civil, el porcentaje de personas que en España vivía en casas arrendadas no era muy diferente al de otras naciones europeas. Pero las diversas leyes de arrendamientos urbanos que se fueron aprobando en nuestro país desde la década de 1940 crearon tales desincentivos al desarrollo de la oferta de viviendas en alquiler que el mercado cambió por completo. Y un sistema judicial lento y muy garantista para el arrendatario incumplidor no contribuyó precisamente a arreglar las cosas.
El objetivo de estas leyes era favorecer a la que se consideraba la “parte débil” de la relación contractual, es decir, el arrendatario. Pero los resultados de la regulación fueron muy diferentes, ya que estas normas distorsionaron el mercado de arrendamientos urbanos de tal forma que crearon una escasez que no se habría producido si aquél hubiera podido funcionar con mayor libertad. Lo más sorprendente de esta historia es que, a pesar de lo que nos enseña la experiencia, aún hay mucha gente que pide una mayor regulación para solucionar el problema. Y las medidas propuestas siguen, por lo general, la misma dirección equivocada que en el pasado.
Cuando se dice, por ejemplo, que, como hay muchos pisos que no se ponen en alquiler, convendría establecer un impuesto que gravara las casas vacías, parece que a nadie se le ocurre plantearse por qué los dueños no quieren alquilar tales viviendas y obtener un rendimiento económico. ¿Son personas estúpidas? Ciertamente, no. Si alguien que ha comprado una casa, digamos para que su hijo la use en el futuro, y la deja vacía temporalmente, es porque tiene miedo a la regulación legal y a la escasa garantía que le ofrecen los tribunales en caso de conflicto. Esto le perjudica, sin duda, a él mismo; pero también quedan en peor situación los potenciales inquilinos, para cuya defensa se promulgaron estas leyes. Y la historia, seguramente, no acabará aquí, ya que cuando se compruebe que, tras aplicar una regulación aún más intensa, la situación del mercado empeora, se argumentará que el problema es que no se ha intervenido lo suficiente. Y la historia se repetirá hasta que alguien, con un mínimo de sentido común, se dé cuenta de que el principal problema no está en el mercado per se, sino en las normas que lo regulan.