Hace casi un año, a la vuelta de las vacaciones de 2014, Mariano Rajoy preguntó insistentemente a varios de sus colaboradores qué cambios harían en la Constitución. Recibió todo tipo de respuestas, desde los que le aconsejaron no hacer ninguno hasta los que le enviaron un proyecto completo de reforma. Entre estos últimos llegó uno del ministro José Manuel García-Margallo.
La relevancia de García-Margallo en este asunto tiene mucho que ver con lo que Frank Underwood, el personaje de la serie House of Cards que interpreta Kevin Spacey, considera clave en política: ubicación, ubicación y ubicación. Primero, el ministro tiene acceso directo a Rajoy, no sólo como miembro del Consejo de Ministros, sino como amigo personal. Segundo, ha estado más de tres lustros fogueándose en la UE y controla la dimensión europea mejor que nadie. Y tercero, y mucho más importante que todo lo anterior, García-Margallo fue diputado en las Cortes constituyentes de 1977, así que su perspectiva es amplísima y supera a la de los ministros más jóvenes.
El documento del responsable de Asuntos Exteriores contempla una reforma amplia, no es simple trabajo de mampostería. Más cerca de esta última categoría podría situarse el dictamen del Consejo de Estado de 2006 firmado por Francisco Rubio Llorente y que ahora Rajoy elogia. Éste proponía tocar cuatro áreas: tres casi de manera puramente formal –la sucesión de la Corona, las comunidades autónomas y la inclusión en Europa– y una de un modo más profundo –la reforma del Senado–.
La propuesta de García-Margallo no arranca de la detección de las arrugas y vacíos de la actual Constitución, sino que adopta la seductora perspectiva de que la España de 2015 no tiene nada que ver con la de 1977. El país ha pasado de una economía cerrada a una abierta. De no estar en la Unión Europea, a pertenecer al núcleo duro de la misma: el euro. De un país basado en el consumo interno, a otro que quiere orientar su economía a las exportaciones. De un Estado del Bienestar elemental, a uno desarrollado y complejo. De un país con tres niveles administrativos (ayuntamiento, cabildo o provincia, Estado), a otro con al menos cinco (se suman comunidades autónomas y la UE). De una España que era una promesa de democracia, a un país que es un actor internacional relevante.
Esto lleva al texto a meterse en casi todos los jardines que pisaría una asamblea constituyente y no una mera reforma constitucional. El documento considera, por ejemplo, la incorporación de los llamados derechos de segunda y tercera generación (económicos, sociales y culturales, y de solidaridad), tal como los formuló el jurista checo Karel Vasak.
Parece poco probable que la reforma de la que hablan Rajoy y Rafael Catalá se inspire en la propuesta del ministro de Asuntos Exteriores. Todo indica que su modelo es el dictamen de Rubio Llorente. Pero el presidente del Gobierno ha hecho una salvedad: la financiación autonómica. Ésta debió revisarse en 2013 y no se hizo porque se impuso la tesis esbozada por el ministro Montoro de que como no había más dinero para repartir era tiempo perdido hacerlo. Ahora Rajoy la ha incluido en el marco de la reforma constitucional y es muy interesante conocer lo que García-Margallo piensa en esta materia.
El ministro de Asuntos Exteriores apuesta por un modelo federal sin tapujos y por una nueva financiación basada en un sistema de frenos y contrapesos en torno a la responsabilidad fiscal. Así, existirían una serie de servicios públicos esenciales, definidos mediante un pacto en razón de la sostenibilidad de las finanzas públicas, y un amplio margen de mejora, donde el político que proponga más o mejores servicios (más profesores en los centros educativos, una televisión autonómica, etcétera) tendrá que buscar la financiación de los mismos apelando a sus votantes.
De esta forma se cumpliría el doble objetivo de frenar una expansión descontrolada del sector público a nivel autonómico y responsabilizar al promotor de las ofertas con la sostenibilidad financiera de las mismas.
Existiría un fondo de nivelación de las comunidades autónomas, al que éstas cotizarían, pero que respetaría el principio de ordinalidad, como ha pedido el Gobierno catalán reiteradamente. Es decir, evitar que después de las transferencias las comunidades receptoras tengan más recursos que las donantes. Esto limitaría las aportaciones de Madrid, Cataluña o Baleares, por ejemplo, al 4% o 5% de su PIB, no llegando al 8% o 10%.
En cuanto a los impuestos, se transferiría a las comunidades autónomas la recaudación de todos aquellos que no tienen efectos sobre la competencia. Es decir, se seguiría el criterio europeo de que deben estar en manos de un poder central los impuestos necesarios para garantizar las libertades básicas y evitar distorsiones: IVA, rentas del capital, rentas empresariales e impuestos especiales. La renta personal, patrimonio, transmisiones, donaciones, las tasas y los precios públicos quedarían en manos de las comunidades y estarían sujetos a competencia fiscal.
Un nuevo sistema de financiación autonómica requiere la definición de muchos más aspectos institucionales que los aquí mencionados, pero si una futura reforma constitucional se va a referir a él, prefigurándolo, éste es un punto de partida interesante. Y, además, está en el despacho del presidente del Gobierno desde el otoño pasado.