El próximo sábado 5 de mayo el viejo Karl Marx cumplirá 200 años; buen momento para preguntarse qué queda hoy de la obra de uno de los pensadores que más ha influido en el pensamiento social y político del último siglo y medio.
Tras una serie de aventuras revolucionarias en el continente europeo, Marx se estableció en 1849 en Londres, ciudad en la que escribió el que consideraba su gran libro, El Capital, que nunca llegó a terminar. En su obra coinciden, por tanto, dos elementos. Por una parte, su deseo de contribuir al establecimiento de un sistema comunista que terminara con la explotación de los trabajadores. Y, por otra, su intento de sentar las bases teóricas de lo que denominó el “socialismo científico”, cuyo fundamento estaría en el análisis económico del capitalismo.
Concepto clave de su modelo era la teoría de la plusvalía, de acuerdo con la cual el empresario obtiene su beneficio del valor generado por los trabajadores por el que estos no son remunerados. Y, a partir de aquí, intentó construir un complejo modelo sobre la determinación de los valores —que consideraba como algo objetivo ligado al trabajo necesario para producir una mercancía— y los precios vigentes en el mercado. Pero su teoría no funciona. Por un lado, está llena de errores conceptuales y analíticos y, por otro, no puede aplicarse a una economía real, como se comprobaría años más tarde en los países socialistas.
Lo que hace de él uno de los pensadores más influyentes de la historia no es, por tanto, su teoría económica sino su visión del desarrollo de la historia, su obra de denuncia social y el hecho de que su doctrina se convirtiera en la justificación de un modelo político que en el siglo XX se impondría en gran parte del mundo. La experiencia, como es sabido, terminó en un gran fracaso. Marx fue, sin duda, uno de los hombres que, de forma más clara, contribuyeron a orientar el curso de la historia contemporánea. Pero no precisamente para bien. Lo siento, Karl, pero tenía que decirlo.