El control de los precios siempre ha sido un tema de debate y confrontación entre economistas, políticos y comentaristas de los medios de comunicación. En la mayoría de los países desarrollados, se abandonó como política económica pública hace algunas décadas, debido a la gran variedad de bienes y servicios, suministrados a diferentes rangos de precios y accesibles cada vez a un mayor número de personas, gracias, en gran medida, al proceso de globalización.
Recientemente, esta discusión volvió a salir a la luz a cuenta de los precios de las viviendas y el control de los alquileres en toda Europa. Lo sorprendente es que, esta semana, el Banco Mundial ha publicado que el 89% de los países desarrollados controlan el precio de la energía; el 76%, el de la comida y sus complementos (como salsas, especias, etc…); y el 13%, el de los materiales de construcción, como los metales. Aunque estas medidas han demostrado, en la práctica y repetidas veces, ser un fracaso, muchos políticos continúan aplicándolas, porque resultan baratas y fáciles de introducir, así como vendibles ante los votantes de manera sencilla y atractiva a corto plazo, sobre todo para aquellos que sufren una alta presión de la inflación.
Un ejemplo claro lo encontramos en la política de control de precios de Mauricio Macri. Cuando llegó a la Casa Rosada, prometió que los eliminaría gradualmente y que permitiría que los mercados se ajustaran, siguiendo lo que, según predijo, sería un mayor crecimiento económico y una menor inflación. Al final, no solo no terminó con los ‘precios cuidados’ (en alimentos y productos básicos), sino que incluso los introdujo para otros 60 productos. El control de precios se ha demostrado una política muy rentable, pero un completo desastre económico. Analicemos algunas evidencias empíricas que muestran sus efectos.
Por un lado, los precios pueden imponerse por dos vías: la de mínimos y la de máximos. Los primeros pretenden garantizar un mínimo de ingresos a los productores, como se ha hecho con los productos agrícolas en muchos países europeos a lo largo de la última década, en el marco de la Política Agraria Común (PAC). En cuanto a los máximos, se implementan con el objetivo de beneficiar a los consumidores, bajando los precios por debajo del equilibrio de mercado, pero tienden a provocar un exceso de demanda y escasez. La gran mayoría de los economistas, independientemente de su posicionamiento político, están en contra de ambas, bajo el argumento de que tienen un efecto disfuncional en los mercados y terminan originando, bien un exceso de existencias (price floors), bien escasez (price ceilings). El mismo conjunto de datos del Banco Mundial hace referencia a cómo los controles de precios de los alimentos fueron responsables de casi el 40% del aumento del coste del trigo en el período 2010-2011.
Los precios no solo reflejan cuánto dinero tienes que pagar por algo. Son señales que el mercado envía a los consumidores y productores, las cuales, al mismo tiempo, ayudan a coordinar las fuerzas del propio mercado y a alcanzar su equilibrio dinámico. En otras palabras, muestran la relativa escasez de un producto o servicio, asignándolos a los consumidores que pueden y están dispuestos a comprarlos por ese valor. Por tanto, cuando se imponen controles de precios, estas señales se distorsionan y ya no resultan válidas para ese bien o servicio, razón por la que se producen desequilibrios de mercado: un exceso de demanda o de oferta. Los topes de precios que fijan uno inferior al establecido por el mercado pueden hacer que las empresas reduzcan su margen de beneficios y desincentivar a muchas de ellas a estar presentes en un determinado país o región, provocando una inversión insuficiente, una reducción de aquella destinada a la innovación, y menores tasas de productividad, todos ellos algunos de los efectos negativos analizados por los economistas D. Dhananjay, K. Gode and S. Sunder en su trabajo Double auction dynamics: structural effects of non-binding price controls.
Pequeños incrementos de precios por parte del gobierno pueden desencadenar una revolución social
Pero los controles de precios no solo tienen efectos a corto plazo. Una vez que se implementan, sus efectos durarán muchos años, e incluso décadas, dependiendo del caso. Esto no se refiere únicamente a las enormes consecuencias perturbadoras que pueden tener en la economía de un país, sino también a su longevidad a lo largo de la historia, debido a las extremas dificultades políticas para eliminarlos. Pequeños incrementos de precios derivados de una cierta acción gubernamental pueden desencadenar una revolución social, y no sería la primera vez que ocurre. Un ejemplo sencillo de esto fue el ligero cambio en la tarifa del metro chileno el año pasado, en Santiago. Aumentó un mero 3,5% (0,04 dólares o 30 pesos), pero causó más de dos meses de agitación política y social, llevó al ejército a las calles para neutralizar a los manifestantes violentos, y causó 29 muertos por varias razones. Obviamente, no solo protestaban por la tarifa de metro regulada políticamente, sino por una amplia gama de temas, que van desde la desigualdad a la pobreza, pasando por la movilidad social. Pero bastó esa minúscula modificación para encender la llama. Otro ejemplo reciente lo hallamos en Irán. En noviembre, el gobierno decidió subir el precio del combustible, y los detractores salieron furiosamente a las calles, empezando una revolución social. Otros gobiernos, como el de México o Ruanda, levantaron en el pasado los controles de precios en los combustibles, aprovechando las caídas del mercado en 2014, y resarcieron a los ciudadanos más desfavorecidos con subsidios y un mayor gasto en educación, pero, sobre todo, dieron a conocer todas estas políticas públicas compensatorias para evitar turbulencias sociales.
Es cierto que algunos precios en muchos países del mundo resultan excesivamente altos para que muchos consumidores puedan acceder a bienes y servicios. Desde el alquiler de una casa en los principales centros urbanos europeos, hasta la compra de suficiente comida para toda una familia en el régimen comunista cubano. Necesitamos encontrar una solución a estos problemas, y por supuesto, los responsables políticos deben proponer soluciones que puedan ser estudiadas, analizadas e implementadas. Pero los controles de precios, como la evidencia empírica ha mostrado, solo constituyen un fracaso económico duradero, que causa fuertes disfunciones en el mercado, extremadamente difíciles de suprimir. Los controles de precios son la semilla de la futura inestabilidad sociopolítica.
El mercado como institución natural y espontánea ofrece varias soluciones a los problemas presentados recientemente, los cuales han tendido a abordarse desde los gobiernos con controles de precios. En un mercado libre, la producción oscilará hacia donde resulte más rentable en un ámbito internacional; por lo que, si para un empresario europeo, generar un determinado bien o servicio ya no sale a cuenta, debido, por ejemplo, a la globalización, puede necesitar enfocarse hacia la producción de otros bienes en los que cuente con una relativa ventaja, o incluso, generar esta a través de la innovación. ¡La teoría de Schumpeter de la destrucción creativa, en acción!
Por otro lado, en lo tocante a aquellos precios excesivamente elevados para ciertos consumidores, y que, paradójicamente, causan al mismo tiempo un exceso de demanda (como ocurre ahora mismo con los mercados residenciales en muchas ciudades de España), la solución podría venir de desregular esos mercados y permitir una mayor oferta, lo que desencadenaría una bajada de precios, más accesibilidad para esos bienes y servicios, y una mayor eficiencia distributiva.
Los controles de precios son el problema. Los mercados libres, la respuesta.