Desde hace años, la productividad laboral de las economías avanzadas viene aumentando solo muy moderadamente. En Estados Unidos, la tasa en términos de PIB por hora trabajada es de apenas un 1% anual, menos de la mitad que en los años previos a la crisis financiera global y la subsiguiente Gran Recesión. En la zona euro, los registros son incluso inferiores, y son más pobres aún en los países de la periferia meridional una vez ajustados los datos oficiales sobre la productividad aparente por el efecto desempleo, que se había agudizado sobremanera durante la crisis. Con las mismas tecnologías al alcance de todos los países, no debería haber tal heterogeneidad. El que la haya apunta a la persistencia de defectos estructurales especiales en eI sur de la eurozona.
La baja productividad no es una cuestión baladí o de exclusivo interés académico. Por el contrario, debería ser objeto de máxima atención por parte de los Gobiemos y de los agentes sociales. Pues si la evolucidn de la productividad continuara siendo débil por demasiado tiempo, empezarían a escasear seriamente los recursos necesarios para mantener los salarios en los niveles a que estamos acostumbrados, para asegurar la sostenibilidad de los sistemas de pensiones y de la sanidad pública, y para poder cuidar del medio ambiente en la forma ecológicamente adecuada. Los líderes políticos europeos han tomado cartas en el asunto: el Consejo Europeo de jefes de Estado y de Gobierno ha recomendado que los paises miembros de la UE establezcan Oficinas de productividad (National Productivity Boards) para el seguimiento de la evolución de este factor en el país, la identificación de las circunstancias nocivas y el diseño de medidas correctoras, así como para intercambiar resultados y compartir las mejores prácticas.
Son conocidos los factores de carácter estructural que ralentizan los avances de la productividad. Por un lado, está el cambio demográfico que causa una reducción de la oferta de mano de obra cualificada (de los jóvenes). Por otro, hay mucha creación de empleos de baja calidad y en sectores poco sofisticados, como la construcción, el comercio minorista y los servicios domésticos. Finalmente, persisten los subsidios públicos y demás medidas protectoras de actividad maltrechas, lo cual no hace más que demorar la limpieza del mercado. Pero así y todo, el fenómeno de la baja productividad sorprende en vista de la revolución digital en marcha, a la que comúnmente se atribuye un significativo potencial de ganancias de productividad. No en vano los robots vanguardistas, las impresoras 3D, los servicios en la nube, las grandes bases de datos, el coche eléctrico y sin conductor y muchas más aplicaciones acaparan los titulares de los medios de comunicación y el interés de muchísimos ciudadanos. De la digitalización se espera que transfome los métodos habituales de producción, de trabajo y de organización empresarial. Aunque todavía estemos al principio de este nuevo entorno tecnológico, algo debería reflejarse ya en una evolución aceleradora de la productividad, pero no lo hace. ¿Una paradoja?
Sería tranquilizador si solo estuviéramos ante un problema de medición y evaluación correcta del PIB en la contabilidad nacional, que su relevancia tiene. Manejar el indicador de la productividad es relativamente fáciI cuando se trata de captar la cantidad de bienes producidos y servicios prestados y de la fuerza laboral involucrada en ello. Pero es mucho más difícil medir las inversiones en activos intangibles que también generan valor, y no poco, como el conocimiento y el capital intelectual. Las mejoras en la calidad de los bienes y servicios, y concretamente siendo nuevos y técnicamente muy sofisiticados, son difíciles de calibrar, incluso utilizando métodos hedónicos. Pero no por eso vamos a dejar de disfrutar de estas mejoras, por ejemplo, cuando usamos portátiles, tabletas y smartphones de alto rendimiento, automóviles equipados con la más variada asistencia técnico-electrónica, televisores HD y demás aparatos multifuncionales de uso doméstico. Recuerdo cómo el célebre profesor Robert Solow, premio Nobel de Economía y pionero de la teoría neoclásica del crecimiento económico, advertía en el New York Times del 27 dejulio de 1987, en pleno periodo de propagación de los primeros ordenadores, del misterio que suponía ver cómo en todos los sitios de Estados Unidos se trabajaba con computadoras sin que esto se reflejara en las estadísticas de la productividad del país. Algo parecido podria estar ocurriendo ahora: la estadística oficial va, por razones metodológicas, a la zaga de los procesos de la innovaciön digital, máxime cuando estos avanzan de un modo exponencial, es decir, multiplicando cada poco tiempo (meses, a veces) su potencial. Especialistas en la materia estiman que en el contexto de la digitalización habría que revisar el PIB al alza en medio punto porcentual o más, lo cual revelaría una elevación notable del crecimiento de la productividad.
En el debate público se suele hablar de la digitalización como si de una revolución generalizada se tratara. Se da por hecho que esta nueva tecnología se está propagando a través de toda la economía y a un ritmo elevado. Pero la realidad es otra. De un reciente análisis sobre la evolución de la prodractividad en la eurozona, realizado por el departamento de investigación del BCE Boletín Económico, mayo 2017, podemos deducir que la digitalizaclón no penetra toda la acividad económica con la misma rapidez e intensidad que caracterizaba las grandes revoluciones tecnológicas desde el comienzo de la industrialización a finales del siglo XVIII (como la electricidad, el teléfono, el ferrocarril o el automóvil).
Actualmente, existe una brecha notable entre un pequeño sector elitista dotado de recursos del conocimiento con empresas puntas en innovaciones y volcados en una transformación digital de sus respectivos modelos de negocio, plataformas digitales incluidas, por un lado, y un amplio sector rezagado en materia de digitalización, tanto en la industria como en los servicios, por el otro. En el sector de vanguardia, el crecimiento de la productividad es espectacular, por cierto, junto con la creación significativa de empleos bien retribuidos. Todo lo contrario se observa en el resto de la economía, donde numerosas empresas siguen operando con modelos un tanto tradicionales y a los trabajadores el nuevo entorno tecnológico les causa miedo por el riesgo de paro o ajustes salariales a la baja que pudiera crear.
Otra brecha es la que se ha abierto en diversos países entre las regiones urbanas y las rurales. En las primeras, donde suelen ubicarse las empresas punta, la productividad avanza con mayor fuerza que en las segundas, en las que eI entomo tecnológico es más bien sencillo. La consecuencia es una creciente disparidad interregional con respecto a niveles y perspectivas de empleo y de salarios. Muchos ciudadalos en las regiones rurales se sienten como excluidos del progreso que promete la tecnología digital y manifiestan su enfado en las urnas, votando si pueden el populismo, como ocurrió recientemente en el Reino Unido con el brexit y en Estados Unidos con Donald Trump. Es, sin duda, para preocuparse.
Entre los factores que están contribuyendo a esta diversidad en la difusión de las tecnologías digitales destacan las regulaciones desmesuradas de deterrninados mercados, la burocratización excesiva de la economia y la provisión insuficiente de nuevos emprendedores con capital riesgo. La entrada en el mercado de nuevas empresas innovadoras, que sería la correa de transmisión de las nuevas tecnologías hacia actividades que van a la zaga de la digitalización, es complicada y costosa. Según revela el Informe Doing Business 2017 del Banco Mundial, que analiza anualmente el entorno institucional y económico para los emprendedores, no figura ningún país del euro entre los 10 primeros del ranking mundial (de 190 países). El país de la eurozona mejor evaluado es Estonia (duodécimo). Alemania ocupa el puesto 17 y España, el 32. Esto es un motivo más para seguir adelante con las reformas estructurales pendientes que flexibilicen los mercados y eleven la eficiencia en la asignación de los recursos, lo cual es una conditio sine qua non para dinamizar inversiones en I+D+i y, con ello, acelerar el futuro avance de la productividad laboral.
Además, sabemos que existe una clara correlación entre la productividad y la cualificación profesional de la fuerza laboral, sin la cual no es posible generar bienes y servicios con un elevado valor añadido. Esto subraya la importancia que tiene la inversión en capital humano, concretamente en ciencias naturales y materias adyacentes, así como los programas de aprendizaje profesional dual, que algunos Gobiemos entienden muy bien (tomándose en serio las evaluaciones PISA de la OCDE) y otros no tanto. Tiene que quedar claro que solo con una buena preparación prolesional la población activa podrá cosechar el dividendo digital.