Últimamente, asistimos a una popularización de las marchas para “salvar” el planeta y en contra del cambio climático, en las que algunos activistas han alcanzado una gran visibilidad. En esta lucha, la Unión Europea encabeza todos los esfuerzos, a través de un compromiso sin precedentes de destinar a este fin al menos el 20% de su presupuesto hasta 2030: unos 200.000 millones de euros. Sin embargo, lo está enfocando por la vía de la obligación, y no por la promoción de incentivos.
Un claro ejemplo es que, desde el pasado julio, todos pagamos por las bolsas de plástico en los comercios. De forma similar, el Parlamento Europeo aprobó a finales de marzo la prohibición de los plástico de un solo uso, la cual entrará en vigor en los Estados miembros en 2021.
Esta última resulta una medida fácil de aprobar e implementar. Lo complejo consiste en buscar productos que cumplan funciones similares y sean más asequibles. Esto sucede, por ejemplo, con el embalaje de productos perecederos. ¿Existe una alternativa viable y, a la vez, más respetuosa con el medioambiente? Aún no hay respuesta.
Otro caballo de batalla es el reciclaje. Según Eurostat, la UE recicló en promedio el 55% de todos los desechos en 2016, lo que supone un aumento de tan solo tres puntos respecto a 2010. Los porcentajes varían sustancialmente entre los diferentes productos reciclados, destacando el de los materiales y construcción (67%), muy superior al de los plásticos (42,4%), y también entre los países europeos. En cuanto al plástico, Lituania está a la cabeza, con más del 74%, mientras que Estonia, en el extremo opuesto, tan solo recicla el 24,6%. España, se halla a mitad de tabla, con un 45,5%, ligeramente por encima de la media de la UE.
Independientemente de la tasa de reciclaje, no conviene basarlo todo en una legislación que penalice con fuertes sanciones a los infractores: no hacen falta esos extremos para favorecer una cultura que valore el disfrute de una naturaleza limpia. Resultaría más eficiente que la iniciativa contra la contaminación fuera de la mano del sector privado, porque este lo puede hacer, si no rentable, al menos con menor coste que si lo asume la Administración. Lo público es proclive a levantar barreras y lo privado, a aportar soluciones, que con frecuencia acaban transformándose en oportunidades económicas. Estas aumentarían el valor añadido del sector del reciclaje, nada desdeñable por otro lado: representa un 1,31% del PIB en Eslovenia, un 1,22% en Croacia, un 1,21% en Reino Unido o el 1,02% de España, lo que lo perfila como un atractivo nicho para inversores y emprendedores.
Lo que ha de reciclarse es el modus operandi de las instituciones europeas. No se logran antes los objetivos (si es que se logran) por la vía de la imposición regulatoria y la correlativa sanción. Siempre se ha de respetar la inviolable libertad de los ciudadanos y empresas. Las políticas públicas habrían de basarse en datos empíricos que avalen su viabilidad, y desmarcarse de consignas populistas como las de Greta Thunberg, última profeta del medioambiente, quien, con tan solo 16 años, amenazó en abril a los eurodiputados: “Quiero que entréis en pánico”.