Los periodos de crisis económica son el caldo de cultivo perfecto para el surgimiento de todo tipo de ideas populistas descartadas históricamente por las nefastas consecuencias que han tenido en la práctica. Durante la convulsa primera mitad del siglo XX, se generalizaron medidas económicas provenientes de doctrinas intervencionistas, que sumieron en la pobreza a multitud de sociedades desarrolladas o en vías de desarrollo.
El ascenso al poder, por vía democrática o violenta, de los representantes de estas ideologías siempre estaba respaldado por una supuesta voluntad del pueblo oprimido. El intervencionismo en todas sus variantes (comunismo, nacionalsocialismo o fascismo) encontró entre las clases más desfavorecidas un motor de reacción para impulsar estos cambios sociales.
Una de las primeras medidas adoptadas por estos regímenes, herederos directos de los postulados de Marx y Engels, era la limitación de precios. La teoría del valor objetivo y la plusvalía, enunciadas y defendidas por intelectuales burgueses, gozaron de un rápido calado social entre el proletariado. En primer lugar, porque el ser humano no cesa en su búsqueda de culpables externos a situaciones propias, y en segundo porque, si bien el núcleo científico de estas teorías podría ser conceptualmente complejo, las conclusiones resultaban extremadamente sencillas de trasladar.
A raíz de esta crisis de la COVID-19, estamos viendo cómo el Gobierno de España, conformado por los descendientes directos, más o menos descafeinados, de la doctrina socialista, está implementando regulaciones de precios máximos, so pena de expropiación e incautación de bienes. Especialmente en lo referente a productos sanitarios, tan necesarios para la gestión de esta emergencia.
Emocionalmente, esta política está llamada a suscitar un espectacular consenso: perseguir y punir al especulador de estos bienes de primera necesidad, que pretende lucrarse del sufrimiento ajeno con ellos, constituye una suerte de obligación moral del poder Ejecutivo.
Esta formulación, no obstante, ejemplifica la conclusión fácil de la teoría que en ella subyace. Básicamente, que el precio de las mascarillas en la situación precrisis se cifraba en P, y que si una vez alcanzado el periodo de tensionamiento de la demanda, se eleva a P+1, está surgiendo una plusvalía ilegítima para el empresario, que se está beneficiando de las necesidades sanitarias.
Sin embargo, esta tesis carece de toda validez económica. Supongamos que, en un escenario normal, la demanda de mascarillas era de 10.000 unidades diarias a un precio P.
Al estallar la crisis, la demanda se dispara a, por ejemplo, 100.000 unidades diarias, mientras el precio unitario de las materias primas y la electricidad permanece neutro. El propietario de la fábrica de productos sanitarios debe hacer frente, con las mismas instalaciones de capacidad productiva limitada, a una demanda diez veces mayor. Su periodo de adaptación se cuenta en horas.
El empresario, en esta situación, debe contratar personal adicional, forzar la maquinaria productiva restándole vida útil, controlar la distribución logística de las mascarillas, y atender en todo momento a los requerimientos de tesorería a fin de aprovisionarse de las materias primas precisas para la producción de estos bienes.
Parece lógico que, ante estas circunstancias no previstas de importante incremento de la demanda, los precios suban a P+1, dados los mayores costes directos e indirectos en que han tenido que incurrir los productores de mascarillas para amoldarse.
No obstante, este no es el punto central del problema, pues algunos socialistas podrían incluso aceptar este incremento del precio, en vista de los mayores costes “objetivos” en su cadena de producción.
Supongamos, adicionalmente, que el productor, ante la enorme demanda de mascarillas, decide subir su precio a P+2 y, aun así, logra venderlas todas.
Los partidarios de la visión intervencionista se opondrían, alegando que el empresario está lucrándose por encima incluso del aumento de costes derivado del de la demanda. Es en este momento, como muy tarde, cuando desde el gobierno se ordena la incautación de esos bienes. El Ejecutivo español, por ejemplo, ya ha sustraído cientos de miles de mascarillas de diversas factorías durante la primera semana del estado de alarma.
Esta sustracción, lejos de suponer un acto de justicia para con los más desfavorecidos, crea las condiciones para un escenario de desabastecimiento generalizado. Los fabricantes de mascarillas, temerosos de verlas requisadas, comenzarán a reducir la producción, intentando minorar su pérdida potencial. En otros casos, puede producirse un incremento de stock de esa mercancía para su posterior venta a un mayor precio, o para su exportación.
“Solo el necio confunde valor y precio”
No obstante, no debe centrarse aquí la principal crítica moral por esta intervención estatal en el precio. El punto sobre el que ha de girar la oposición liberal, lejos de utilitarismos, es el de la subjetividad del valor de los bienes.
Un producto tiene un valor diferente para cada individuo, y el precio de mercado refleja aquel con el que la sociedad y el empresario pueden obtener el mayor beneficio. La primera, por estar dispuesta, con la suficiente masa crítica, a comprar ese producto, y el segundo, porque le va a suponer los beneficios necesarios para continuar desarrollando esa actividad y, en consecuencia, satisfaciendo la demanda social.
Antonio Machado, aparte de brindarnos algunos de los poemas en lengua castellana más bellos, nos dejó una cita célebre aplicable no solo a la economía, sino a la sociedad en general: “Solo el necio confunde valor y precio”.
El precio de las mascarillas se incrementará o disminuirá en función de su oferta y demanda, de manera que recoja el mayor beneficio para la sociedad en general. Establecer un precio máximo en estos bienes no cambia el valor que le atribuyen las personas. Por ello, un precio máximo por debajo de mercado originará un colapso de la demanda, y un incentivo a la no producción por parte de la oferta.
La solución a la carencia de equipos médicos no se encuentra en ataques constantes al libre mercado, sino en la adecuación rápida de este para cubrir las enormes necesidades que el sistema tiene en estos momentos.
La mejor ayuda pública actualmente consiste en bajar la carga impositiva, para rebajar los costes de producción, y en comprar a precios de mercado los productos sanitarios con el fin de garantizar su abastecimiento.