Contra la RSC
28 de enero de 2018
Por admin

La Responsabilidad Social Corporativa (RSC) se ha convertido en un lucrativo negocio alrededor del cual se ha creado una poderosa industria extractiva. Numerosos empresarios y ejecutivos, por no decir la mayoría, parecen empeñados en mostrar su conciencia social. En la práctica, ello supone la asunción de los principios intelectuales que desde hace décadas intentan socavar las bases de una sociedad y de una economía libre. La RSC se ha transformado en una especie de vaca sagrada cuya fundamentación no se discute a pesar de su falta de consistencia analítica y de rigor. Aunque esa figura se ha extendido a un amplio número de ámbitos, su principal desarrollo se ha producido en las grandes corporaciones que dedican ingentes cantidades de dinero a esa actividad.

De entrada, la tesis según la cual las corporaciones tienen responsabilidades sociales carece de sentido. En un sistema de libre empresa, los ejecutivos son los empleados de los dueños de las compañías y su obligación es dirigirlas de acuerdo con los deseos de aquellos, normalmente maximizar los beneficios dentro de las reglas del juego vigentes. Olvidar ese axioma elemental supone ignorar algo básico: sólo los individuos tienen responsabilidades; es decir, los propietarios individuales, los accionistas o los ejecutivos. Estos pueden sentirse impulsados a destinar parte de sus ingresos, de su tiempo o de su energía a promover causas que consideran loables pero no existe ningún imperativo moral o, hasta el momento, legal para que se vean forzados a hacerlo o para que obliguen a otros a emprender esa senda.

Si no se considera un simple ejercicio retórico asignar a los ejecutivos responsabilidades sociales, ello equivaldría a afirmar que tienen el derecho o el deber de actuar en una vía distinta al interés de sus empleadores, lo que constituye una versión sofisticada de una expropiación, eso sí, parcial de su derecho de propiedad. Esta es la razón básica por la cual la doctrina de la RSC implica la aceptación del punto de vista colectivista de que son los mecanismos políticos, no el mercado, el medio adecuado para determinar la asignación de recursos escasos a fines alternativos. En la práctica, la RSC es un impuesto oculto sobre la actividad empresarial.

El mismo argumento cabe ser aplicado al fenómeno denominado stockholders, por ejemplo, los empleados de una empresa, los consumidores, los proveedores, etc. Estos colectivos tienden de manera creciente a exigir a las compañías, sin tener derecho alguno de propiedad, la persecución de supuestos fines sociales que de facto se traducen en transferencias de rentas de los accionistas hacia ellos o hacia las causas promovidas por los activistas que apoyan sus reivindicaciones. De este modo ofrecen o garantizan la paz empresarial y social o, para decirlo de un modo claro, utilizan el chantaje para obtener réditos privados en nombre del interés público.

En el fondo y también en la superficie, el desarrollo de la RSC tiene mucho que ver, por no decir todo, con un clima de opinión en el cual el capitalismo, el beneficio empresarial y la búsqueda del propio interés han sufrido un duro ataque político-ideológico por parte de las fuerzas colectivistas. Ante ese panorama, los ejecutivos de las grandes corporaciones han encontrado en la RSC un instrumento para comprar los favores de los adversarios del sistema de libertad económica, en un intento de obtener su silencio o su complicidad. Esta actitud refleja un injustificable complejo de inferioridad de quienes crean riqueza frente a los buscadores de rentas.

La política de RSC desplegada por numerosas compañías, en especial las grandes sociedades anónimas, quizá resulten efectivas a corto plazo para paliar los ataques de determinados grupos al capitalismo, eso sí, a cambio de una elevada remuneración. Sin embargo contribuye a fortalecer la visión de la persecución del beneficio como algo inmoral que puede y debe ser paliado y controlado por instancias ajenas a las del mercado. Cuando esta concepción se consolida, las fuerzas externas que palían los excesos del capitalismo competitivo terminarán por no ser la alta conciencia social de los ejecutivos, sino los burócratas del Gobierno. Aceptada la obligación empresarial de la RSC, la capacidad de interferencia de los poderes públicos en las empresas queda legitimada.

El principio filosófico y político del mercado es la unanimidad. En un sistema ideal de libre empresa asentado en la propiedad privada, ningún individuo tiene poder para ejercer la coerción sobre otro. Toda la cooperación es voluntaria, todos los que participan en ella se benefician o, de lo contrario, no entrarían en transacción alguna con los demás. Ellos carecen de responsabilidades sociales en otro sentido que en el compartir con otros valores y responsabilidades individuales. La sociedad no es un ente orgánico con vida propia, sino una agrupación de personas y de grupos que la forman de modo voluntario como un medio para conseguir sus propios fines.

Pero la doctrina de la responsabilidad social, sea referida a empresas o a personas, tomada en serio y llevada a sus conclusiones lógicas, supone una extensión del mecanismo político, de la politización a cada actividad humana. No difiere en su esencia de la filosofía colectivista. Es una manifestación clara de ella. Por eso, Milton Friedman en su libro Capitalismo y Libertad, la consideró un ideario subversivo para una sociedad libre y sostuvo que en ésta la única RSC es «usar los recursos y emplearlos en actividades dedicadas a incrementar los beneficios tanto como se pueda dentro de las reglas de juego, esto es, las de un mercado abierto a la libre competencia sin intimidación y fraude».

Sin duda alguna, esta exposición es un ejercicio de incorrección política, no gozará de una opinión favorable y está escrita contra la corriente. Sin embargo es imprescindible señalar que la RSC es en la actualidad una pócima envenenada que se suma a la ingente cantidad de toxicidades que se han introducido en el corazón de las sociedades capitalistas. Quien desee promocionar causas nobles y benéficas ha de hacerlo con sus propios recursos y no con los demás que, por cierto, ya destinan una porción sustancial de ellos, de manera coercitiva, al Estado para cumplir objetivos sociales a través de una muy elevada fiscalidad.

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