Uno de los desafíos pendientes en la agenda política del último año legislativo de la Comisión y el Parlamento Europeo es decidir qué hacer con los plásticos de un solo uso, bajo la premisa de detener o, al menos, reducir la contaminación de las aguas europeas. Éstas reciben al año más de 150.000 toneladas de este material. La propuesta que actualmente se está abriendo camino en el Parlamento pasa por prohibir la venta de productos fabricados con estos plásticos, desde bastoncillos de algodón a pajitas. También contempla que los Estados miembros aumenten la recolección de botellas de bebidas de un solo uso, con el objetivo de reciclar el 90% para el año 2025. Los costos de este plan serán financiados por las empresas, a través del pago de los nuevos programas de gestión de desechos y de limpieza.
De acuerdo con el comisario Frans Timmermans, el borrador de las nuevas regulaciones pretende nada menos que una ‘carrera global hacia la cima’ en la depuración de los océanos del mundo, nuestro medio ambiente, la comida e incluso nuestros cuerpos. Es difícil no sentirse abrumado por tan nobles metas. Después de todo, ¿quién no quiere mares, alimentos y organismos más limpios? Sin embargo, cualquier propuesta sólo puede marcar verdaderamente la diferencia cuando sus resultados son tan impresionantes como sus intenciones. Y aquí es donde la que nos ocupa terminará quedándose corta.
Prohibir el plástico de un único uso parece una medida fácil de acordar. En la práctica, sin embargo, no lo es tanto encontrar otros productos que tengan, simultáneamente, el mismo propósito y grado de fiabilidad, pues, si bien su utilización es una sola, sus funciones resultan innumerables. Por poner un ejemplo, mantener nuestros alimentos frescos o nuestros instrumentos médicos, esterilizados. Por tanto, reemplazarlos constituye un serio desafío de I + D. Aunque existen alternativas a los plásticos normales, por ejemplo, los biopolímeros (los hechos de fuentes de biomasa), el principal obstáculo reside en que la industria, actualmente, no es capaz de producirlos a la escala requerida.
Si no podemos acometer esta transición con un material igualmente efectivo, corremos el riesgo de crear una cantidad ingente de nuevos problemas. Sin plásticos de un solo uso, nuestra comida comenzaría a descomponerse con mucha más rapidez. El desperdicio de alimentos resultante nos obligaría a aumentar la producción de éstos, lo que conduce a tensiones en la gestión de la tierra y el agua. Las emisiones de CO2 y de metano se incrementarían. Al final, los costes no sólo recaerían en los gobiernos, sino también en los consumidores.
Un contratiempo adicional es que, incluso si pudiéramos sustituir los plásticos de un solo uso, sus alternativas no son necesariamente más limpias para el medio ambiente. La mayoría de las compostables sólo se pueden desechar de forma eficaz en instalaciones especializadas de compostaje, de las cuales actualmente apenas disponemos. Y, si terminan en cualquier otro lugar, contaminarán tanto como los plásticos normales.
Esto nos lleva al verdadero problema: el reciclaje. O mejor dicho, su falta. Porque la que debería constituir en este momento la máxima prioridad de la UE en cuestiones medioambientales es lograr que los Estados miembros cumplan su promesa de reciclar al menos el 50 por ciento de todos los residuos municipales. Esto no sería sólo una buena política, sino también un lucrativo negocio. Según el comisario Jyrki Katainen, sólo el 5 por ciento de los plásticos de la UE se reciclan actualmente, lo que significa que la economía europea pierde cada año más de 100.000 millones de euros. Reciclando una pequeña parte de esa cantidad, ya se haría más por proteger el medio ambiente e impulsar nuestras economías que con la propuesta actual.
Sin embargo, el Parlamento discutió esta problemática en su sesión plenaria a finales de octubre, y sus conclusiones se alejaban del reciclaje para caer en la prohibición. Se sigue así la línea marcada por la Comisión Europea en su propuesta de directiva del mes de mayo, encaminada a la prohibición en 2021 de los plásticos no reutilizables y el reciclaje del 90% de las botellas de un solo uso para 2025. Reflejo de la normativa europea es el Real Decreto 293/2018 de 18 de mayo sobre la reducción del consumo de uso de plástico, cuyos efectos ya venimos observando en las tiendas desde hace unos meses.
La Directiva señala las ventajas económicas y medioambientales que la medida traerá consigo, de entre las que destaca un ahorro de 22.000 millones de euros en costes medioambientales respecto a los que comporta la situación actual, y el ahorro a los consumidores de 6.500 millones de euros. Cantidades que, sin embargo, quedan muy lejos de los antedichos 100.000 millones que la UE pierde anualmente por falta de reciclaje. Así, en lugar de prohibir la venta de productos de plástico, lo más conveniente sería incentivar el reciclaje y la reutilización. Se trata de una propuesta compleja por la amplia gama de objetos a los que afecta y los diferentes protocolos que implica. Asimismo, toda iniciativa de estas características ha de ir acompañada de una campaña de información y educación a la ciudadanía sobre su necesidad y los materiales que componen cada producto, a fin de poder identificarlos y separarlos adecuadamente.
En cualquier caso, y a pesar de su dificultad, parece una opción más viable a la hora de reducir la huella medioambiental de las economías europeas, a todas luces más respetuosa con la libertad individual y económica de empresarios y consumidores.