Gran parte de la actualidad política y económica ha sido copada estos días por la problemática de los agricultores y sus bajos beneficios (en ocasiones, nulos), los cuales motivan que, incluso, les sea más beneficioso no producir que hacerlo, pues sus gastos superan sus ingresos. Ante esto, los partidos políticos no han tardado en posicionarse y, de forma muy osada, han comenzado a lanzar promesas a diestro y siniestro, sin haber identificado previamente la causa del problema. ¿Son los intermediarios -como los distribuidores- los verdaderos culpables?, ¿lo solucionaremos con proteccionismo?
El margen de los intermediarios es ínfimo
El Gobierno de España y otras instancias de la élite política no han dudado en criticar a los intermediarios del mal de los agricultores. Pero se equivocan. El problema no está, ni de lejos, provocado por sus -supuestos- altos márgenes de beneficio.
Las paupérrimas ganancias de la mayoría de los agricultores se deben, en gran parte, a los altos costes a los que han de hacer frente. Aunque muchos no quieran admitirlo (seguramente por sesgo ideológico), el aumento del salario mínimo ha incrementado, a su vez, los costes laborales y, por ende, los de producción, que bastantes no pueden asumir. Esto, sumado a una baja productividad o, en otros casos, a una sobrecapacidad del sector agrario, haría necesaria una modernización o ajuste del sector. Es decir, si no son capaces de reducir sus costes unitarios y venden a un precio inferior a estos, resulta obvio que deben redimensionarse.
Más allá de eso, la demonización de los distribuidores y de las grandes superficies solo responde a una estrategia política para captar y consolidar votantes, pero en absoluto se corresponde con lo que sucede en realidad. Que el Gobierno no sea capaz de analizar correctamente un problema resulta muy preocupante. Ciertamente, los beneficios procedentes de los márgenes unitarios de los integrantes de la cadena que añaden valor al producto agrícola desde que se planta (y se recolecta) hasta que llega a nuestro supermercado de confianza son ínfimos. Entonces, ¿por qué tienen las grandes superficies unas ganancias considerables? Esto no les cuadra a Podemos y PSOE. La respuesta a esta aparente contradicción se halla en su alta rotación de capital. Básicamente, los beneficios pueden provenir de 1) vender con altos márgenes unitarios o 2) vender con escaso margen, pero en grandes cantidades (tener una alta rotación). Los intermediarios se encuentran en este segundo caso. Mercadona gana mucho porque vende mucho. No porque infle los precios de los productos agrícolas y posea un gran poder de mercado. Así, ni el problema ni la solución se encuentra ni se encontrará en los intermediarios.
El proteccionismo tampoco es la solución
Una vez aclarado que las grandes superficies no causan el problema, pasemos a estudiar una de las soluciones más comentadas: la protección del producto español. Esta fue la propuesta de VOX.
La mayor parte de los Estados, siguiendo una lógica nacionalista, tal y como ocurrió en la Revolución Industrial o en época mercantilistas anteriores, piensan en el provecho de reducir las importaciones, mediante el establecimiento de aranceles, y aumentar así las exportaciones. Sin ir más lejos, la actual política económica de EE.UU. se basa en la idea de imponer a todas las mercancías producidas en el exterior a costes inferiores un arancel equivalente al diferencial. Sin embargo, estos políticos imbuidos del espíritu keynesiano o, por el contrario, de una ideología conservadora-patriótica, no se dan cuenta de que esta política económica tiene como único resultado disminuir la división internacional del trabajo y, por tanto, favorecer el descenso generalizado de la productividad. Para el liberal, lo que importa no es el país en cuestión, sino el bienestar global, porque es universalista, y no particularista ni regionalista.
Si el sector agrícola no es capaz de reducir sus costes unitarios y vende a un precio inferior, tendrá que redimensionarse
En este sentido, en un régimen de plena libertad de mercado, la asignación del capital y del trabajo se dirigirá a las zonas en las que se ofrecen las condiciones de producción más óptimas para desarrollarse. Tal como dice Ludwig von Mises, a medida que se perfeccionan los medios de transporte, se mejora la tecnología y se abre la puerta a un mayor crecimiento de los países, emergen nuevas áreas de producción más favorables que las ya explotadas.
El autor clásico David Ricardo también da las claves para entender esto: afirma que los distintos sectores de producción se distribuyen entre los países de tal manera que cada uno, de forma natural, se aplica a producir aquello en lo que posee una clara superioridad respecto a los demás.
Entonces, ¿qué sentido tiene implementar el proteccionismo en un país? O, yendo más allá, ¿tiene sentido que el Estado financie a una empresa en quiebra? Si esta va a ser expulsada del mercado y el Estado la impulsa por medio de ayudas, lo único que conseguirá es mantener a flote una compañía que está usando de forma errónea los recursos que bien podrían emplearse en producir otro bien o servicio más conveniente. Se estará fomentando, por tanto, la ineficiencia, al tiempo que se malgastan recursos públicos.
Pero, ¿el proteccionismo no es bueno para los sectores incipientes?
Está claro que el agrícola no se trata de un sector incipiente, pero hay un mito bastante extendido entre los académicos según el cual, el proteccionismo resulta ventajoso para las industrias que están comenzando (veamos, por ejemplo, el paper de Daniel Krawisz, “Patada a la escalera: la verdadera historia del libre comercio”). Esto es completamente falso.
A lo largo del texto, Krawisz se reafirma en la idea de que el proteccionismo puede favorecer las primeras etapas de industrialización de los países en vías de desarrollo. Para refrendarlo, cita a Ulysses Grant (presidente de EEUU de 1868 a 1876), quien aseveró:
“Durante siglos, Inglaterra confió en medidas de protección, las llevó al extremo y obtuvo resultados satisfactorios. No cabe duda de que a ese sistema debe su fortaleza actual. Tras dos siglos, Inglaterra ha encontrado conveniente adoptar el libre comercio porque la protección ya no tiene nada que ofrecer”.
En contraposición a esto, el economista Mises afirma en su libro “Problemas epistemológicos de economía” que:
“El argumento de las industrias incipientes presentado a favor de los aranceles proteccionistas representa un intento desesperado de justificar dichas medidas sin una base puramente económica, sin atender a consideraciones políticas. […] Por supuesto, puede ocurrir en algunos casos que la industria ya existente no esté funcionando en la ubicación más favorable de las que hay actualmente accesibles. Sin embargo, la cuestión es si trasladarse a la ubicación más favorable ofrece ventajas suficientemente grandes como para compensar el coste de abandonar las fábricas ya existentes. Si las ventajas son suficientemente grandes, trasladarse es rentable y se lleva a cabo sin intervención de una política arancelaria. Si no es rentable por sí misma y solo lo es en virtud del arancel, este último llevaría al gasto de bienes de capital para la construcción de fábricas que de otra manera no se habían construido. Estos bienes de capital dejan de estar disponibles donde hubieran estado si el Estado no hubiera intervenido”. (pp.237-239)
Por tanto, la conclusión es clara. Si la única forma de que una industria, en un determinado lugar, pueda prosperar (como, en efecto, ocurrió con algunas incipientes en países que entonces estaban en vías de desarrollo y que luego se transformarían en grandes potencias, como Reino Unido, EE.UU., Alemania…) es por medio de una política proteccionista (arancelaria), nos encontramos ante el síntoma más claro de que el lugar en el que se está emprendiendo no es el idóneo; ni los recursos que se han dispuestos para ello, los correctos. En cualquier caso, si esa empresa no resulta rentable por sí misma, con la introducción de un arancel, pondremos en el mercado un actor ineficiente, que no usa de forma óptima sus recursos y que, por tanto, derrochará bienes de capital que, teniendo en cuenta su escasez y limitación, podrían haberse utilizado en otra compañía.
Reino Unido, o cualquier otro país, podría haber prosperado perfectamente sin aranceles, y haber pasado de país subdesarrollado a gran potencia con el simple hecho de que sus gentes se hubiesen implicado en la función empresarial (estar al tanto de las oportunidades del mercado y hacer uso de ellas), emprendiendo de forma eficiente, en el territorio propicio y con los factores productivos adecuados. Si una empresa no es rentable por sí misma, lo más eficiente es que desaparezca del mercado. Bajo esta lógica, la política arancelaria carece de sentido.
El surgimiento de los aranceles se debió solo a la lógica nacionalista-patriótica que los políticos y gobernantes de los países, históricamente, han mantenido. No hay ninguna lógica económica basada en la eficiencia empresarial que los tolere.
Por tanto, la solución no pasa por culpar a los intermediarios ni por proponer un proteccionismo salvaje. Más bien, ambas opciones acabarían por acrecentar el problema. PSOE, Podemos y VOX están completamente equivocados.