No tocar lo que ya funciona es una norma a respetar ante el incierto y convulso panorama que se advierte. Hasta ahora, los Ejecutivos autonómicos gobernaban con una cómoda mayoría absoluta o mediante pactos entre formaciones afines. Ahora, la situación ha cambiado. Conseguir el poder ha puesto de acuerdo a rivales que parecían irreconciliables. El problema aparece cuando los programas de los partidos en alianza contienen propuestas incompatibles.
Echar al PP era el objetivo de muchos votantes que compartían una insensibilidad a la recuperación económica y el enfado ante la falta de regeneración de los grandes partidos. Aunque los gobiernos surgidos de las coaliciones den una imagen armónica hasta que lleguen las generales, cuando se retiren las urnas, las relaciones serán complicadas. Esto conllevaría cierta inestabilidad política, que se traduciría de inmediato en desconfianza a la hora de invertir o emprender.
La economía que funciona en los países que prosperan es la que, con todos los matices que se quiera, deberían aplicar los Ejecutivos. Siempre es la iniciativa de los particulares la que genera riqueza y empleo. La Administración debe consumir los mínimos recursos posibles y ofrecer los servicios que presta a costes razonables. Lo de apretar fiscalmente a los ricos para subvencionar a la clase media-baja puede funcionar dentro de unos límites muy reducidos. Por el contrario, abusar de la estrategia de Robin Hood ahuyenta al capital intelectual más valioso y, además, erradica a las empresas más competitivas.
Convendría que quienes nunca han tocado poder fueran cautelosos a la hora de poner en marcha las novedosas soluciones milagro expresadas en la campaña. La colaboración constructiva, deseable para una negociación entre posiciones distintas, debe admitir una regla previa: el mercado funciona inexorablemente con normas muy determinadas que hay que respetar. La economía no se puede reinventar, pero sí reventar. Como decía D’Ors: «¡Los experimentos con gaseosa!».