“No hay duda: desenterrar a los muertos es la pasión nacional. ¿Qué incentivos secretos tienen para el español los horrores de ultratumba que no se satisface con ponderarlos a solas y ha de ir a escarbar en los cementerios en cada momento? ¿Vocación de sepultureros, realismo abyecto, necrofagia? De todo hay en esa manía”. Con estas palabras comenzaba don Manuel Azaña un artículo publicado en la revista La Pluma el año 1922, dedicado a lo que denominaba la “infausta remoción” de los restos del poeta Quintana. Pero me temo que sus palabras gozan de plena actualidad.
Vemos cada día cuánto gusta a muchos españoles remover cadáveres, y el propio Azaña se salvó de milagro de que lo sacaran de su tumba de Montauban cuando se restableció la democracia en España. Parece que Franco va a tener menos suerte y que nuestros “necrófagos” acabarán saliéndose con la suya. Viví los primeros 25 años de mi vida bajo el régimen del general y ni sentí entonces simpatía alguna por su figura histórica o su sistema político, ni la siento ahora. Por ello me molesta sobremanera que la izquierda lo haya convertido en un personaje clave de nuestra vida política actual. Se diría que todas nuestras desgracias tienen su origen en el invicto caudillo y que, antes de que el hombre se asomara a las páginas de nuestra historia, España era un país culto, rico y próspero y que, en los años de la Segunda República, nos miraba con envidia el mundo entero.
Franco gobernó el país durante casi 40 años y no cabe duda de que dejó huella en muchos aspectos de la vida española. E hizo, por cierto, bastantes cosas de las que le gustan hoy a la izquierda, como crear numerosas empresas públicas, establecer monopolios estatales o regular la vida económica hasta niveles a veces agobiantes. Pero murió el año 1975. Y cabe preguntarse si puede funcionar bien un país en el que el gobierno tiene entre sus principales preocupaciones sacar de su tumba a este señor y justificar el plagio y las chapuzas de la tesis doctoral de su presidente.