Economía y política de la inmigración
14 de septiembre de 2023

Si medimos el fenómeno de las migraciones por el número o stock de personas que habitan permanentemente en un lugar distinto del de su nacimiento, ese número será grande, pues la historia de la Humanidad es peripatética, si se me permite la expresión. Pero lo que causa preocupación y conflicto es el flujo anual de personas que buscan establecerse en otro lugar. Los países con mayor entrada de migrantes son EEUU, Rusia, la Unión Europea en su conjunto y Arabia Saudita, esta última más bien explotadora de los inmigrantes. En realidad, la cifra del flujo anual de migrantes no es tan cuantiosa como parece. Así, según la Organización Internacional de la Migración de las Naciones Unidas, en 2020 no ha migrado sino el 3,6% de la población mundial. Además, su efecto acumulado ha sido positivo por cuanto se refiere a reducción de la pobreza y la desigualdad en el mundo, aunque la globalización dañe por algún tiempo a los occidentales de clase media, nos dice el gran igualitarista Branko Milanovic en la Foreign Affairs de este mes de agosto. La llegada de personas provinientes de regiones en desarrollo o de Estados fallidos se ha convertido en un problema político y social mayúsculo para los países más adelantados. En Europa y EEUU cunde la angustia entre los autóctonos ante lo que ven como olas imparables de extraños que vienen a gozar de las ventajas de la residencia en nuestros países, olvidando que la llegada de extranjeros dispuestos a trabajar sea una fuente de riqueza.

Gran parte de esta angustia nace de que muchos inmigrantes parecen venir a expoliar nuestro Estado de Bienestar. Recuerdo que Milton Friedman dejaba caer en sus conversaciones que el control gubernativo de la inmigración era imposible si la educación, la atención sanitaria, la subvención de los parados, el reparto de pensiones, la seguridad y castigo de los delincuentes eran virtualmente gratuitos. Si a ello se une la posibilidad de encontrar trabajo con facilidad, queda explicada gran parte del ansia por acceder a España y Europa. No es que yo proponga la supresión de nuestro Estado social. Como economista que soy sólo busco señalar las consecuencias inesperadas y no queridas de nuestra generosa beneficencia.

Les sorprenderá saber que la liberación del comercio internacional contribuiría a reducir la explotación del Estado de Bienestar por inmigrantes. La exportación de bienes sustituye la exportación de personas. La supresión de nuestros aranceles y cuotas a la importación sería un incentivo para que los potenciales inmigrantes se dedicasen a exportar desde su país de origen. Así se reduciría su ansia de desplazarse a Europa. Ese trato de favor de la UE lo reciben ya productores subsaharianos y caribeños, pero no los habitantes en el continente americano, ni los de la orilla sur del Mediterráneo, ni los de Medio Oriente y Sudeste asiático. Los europeos, sobre todo franceses y españoles, nos resistimos a tener que enfrentarnos con la dura competencia internacional. Por ejemplo, los productores de verduras y naranjas de nuestro Levante y Sur claman porque se mantenga la protección de la agricultura frente a las producciones marroquíes. La confianza en que nuestros agricultores encontrarían otra cosa que vender no consuela a quienes se ven forzados a cambiar de modo de vida. Si a su vez los países subdesarrollados dejaran de protegerse y liberasen totalmente su comercio de importación, conseguirían también mejoras de productividad que les permitieran prosperar en casa. Siempre tendremos algo que intercambiar, como nos enseñó David Ricardo en 1817 con su paño inglés y vino portugués. El esfuerzo de todas estas transformaciones es el coste de la mayor productividad. La prosperidad general compensaría los costes inmediatos del libre comercio.

Otro obstáculo al libre comercio lo analizaron Abba el Lerner en 1933 y Stolper y Samuelson en 1949: el libre comercio de mercancías tiende a igualar la remuneración de los factores en los países que intercambian. Sólo si los extranjeros a su vez abren sus mercados al resto del mundo, la igualación de la remuneración de los factores tendría un efecto al alza en ambos lados. Traigo a colación a prestigiosos autores para mostrar que no hablo a capricho. Lo que explico va contra el sentido común, lo sé, pero es que la economía no es cuestión de sentido común, sino de razonamiento y observación.

Para evitar la reducción de los salarios en EEUU (temporal por otra parte) por efecto del comercio internacional quería Donald Trump, el supremo sofista del sentido común, contener las importaciones de México o de China.

Una pronta liberación del mercado europeo y de las economías subdesarrolladas es altamente improbable, lo sé. Por desgracia la Comisión Europea se financia principalmente con el arancel exterior, que tanto daño causa a la economía europea y mundial. La política de sustitución de importaciones aplicada por los gobernantes del Tercer Mundo siempre desemboca en pobreza peronista, como sabemos los españoles que ocurrió en la primera época de Franco. La ayuda a los gobiernos de los países pobres son hojas de parra con las que tapamos las vergüenzas de nuestra egoísta política comercial, pues no sirven para redimir las regiones subdesarrolladas, sólo para engordar cuentas en Suiza. No me hago ilusiones. Me contento con detallar algunas de las consecuencias de políticas económicas y comerciales equivocadas. El pasarlas por alto se paga cruelmente; en el caso de la inmigración, con una alfombra de cadáveres en lo hondo del Mar Mediterráneo.

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