Tras la enésima votación, el Congreso continúa igual de fragmentado que en abril y los acuerdos para la formación de un gobierno no resultan más sencillos, sino, antes bien, más complicados. El ya confirmado Ejecutivo de izquierdas salido de las urnas habrá de contar con el apoyo, o al menos la aquiescencia, de quienes, investidos de una posición negociadora inflada por su sobrerrepresentación parlamentaria, quieren romper la unidad de España.
Así, descontando el pacto de Estado entre PP y PSOE, la negociación promete ser intensa para el PSOE, quien, además, ve perjudicada su fuerza y legitimidad respecto a abril, tanto por su número de escaños como por el hecho de que los españoles no permitirán una tercera ronda electoral. Los líderes políticos son muy conscientes de ello y, salvo sorpresa mayúscula, están obligados a entenderse. No obstante, no vale cualquier entendimiento ni cualquier gobierno, pues la inestabilidad política, ante las tensiones territoriales y las dificultades económicas actuales, pasará una grave factura a los partidos protagonistas, así como a la prosperidad y el bienestar del país.
Sin embargo, levantando la vista más allá de la polvareda originada por la cita electoral, se vislumbra un fenómeno tan interesante como desesperante. España no podrá alcanzar su mayoría de edad en todos los sentidos (democrático, económico, etc.) hasta que no deje atrás los “Gobiernos Frankenstein”, los Estados plurinacionales, el 15% de electores españoles que han resultado ser “fascistas”, etc. Esto, tan evidente para los enemigos de España, internos y extranjeros, también habría de serlo para los que se dicen patriotas o, al menos, constitucionalistas.
Se atribuye a Bismarck la afirmación de que España se trata de la nación más fuerte del mundo porque, tras siglos intentando autodestruirse, sigue viva. Pues bien, esta frase, que bien pudo haberse pronunciado al sur de los Pirineos, quizá sea mucho decir, pero constituye una obviedad el enorme coste de oportunidad de la falta de entendimiento. La irrelevancia internacional de España resulta cada vez más notable, su política exterior brilla por su ausencia, y la fortaleza de su Estado de derecho se ha deteriorado rápidamente con el mundo entero como testigo. Por si fuera poco, cada vez hay menos tiempo para la reacción, la reparación y la preparación. Se atisban aguas bravas, y navegamos en un cascarón de nuez que ni Sánchez ni Iglesias podrán tripular con éxito.
España puede, y debe, alcanzar acuerdos y consensos que permitan una situación política de estabilidad, de manera que sea posible adoptar las reformas que precisamos. Aunque, a estas alturas, como decía el profesor Francisco Cabrillo hace unos días, muchos se conformarían con “no empeorar las cosas con reformas insensatas”. Esta es la España cainita de hoy. La España tribal de siempre. ¿Para siempre?