El espectáculo que ofrece La Moncloa desde hace un año está haciendo que quien se interese algo por la política, y lo haga desde una actitud independiente y con cierto espíritu crítico, comparta una sospecha: Pedro no es socialista, sino ‘sanchista’. Mucho me temo que la prioridad absoluta de nuestro presidente es su promoción personal para consolidarse en el poder, ambición a la que subordina aquellos intereses que, siendo más necesarios para el país, puedan perjudicar su imagen.
A veces, se le nota lo que le gusta el cargo. Por ejemplo, cuando acomete vuelos innecesarios en el Falcon presidencial a países americanos, prácticamente sin agenda ni misión comercial añadida. La satisfacción que expresaba en su famosa foto en el jet presidencial recuerda la inmadurez de un niño que disfruta de su juguete preferido. La pregunta que muchos nos hacemos es: ¿cómo este chico grandullón se ha convertido en el inquilino de La Moncloa, con las consecuencias que ello entraña para los ciudadanos?
La respuesta a este éxito político hay que encontrarla en el inmenso poder que encierra el marketing cuando se usa sin complejos. Los postureos de Pedro Sánchez revelan unas dotes interpretativas magistrales, cualidad que optimiza al tener detrás un gran maestro de escena. Estas habilidades logran que pueda embaucar a los menos advertidos, y convencerles del supuesto atractivo que revisten sus componendas. El presidente habla como quien está en posesión de la verdad, porque lo que transmite es que cree lo que está diciendo. Aun cuando rectifica, parece que se ratifica y gana peso en su argumento. Por último, Sánchez sabe despertar en los ciudadanos cálidas emociones, consciente de que éstas siempre vencen a las frías razones, por muy fundamentadas que estén en cifras tozudas.
Este cóctel supone un peligro para la marcha de un país, porque, al intentar quedar bien siempre, sus metas son cortoplacistas. Esto implica gobernar a golpe de improvisación, sin que lo que se dijo ayer, o se sepa qué va a ocurrir mañana, importe lo más mínimo. Lo peor es que no plantearse las consecuencias de lo que manifiesta y ordena cada día obliga a que su Ejecutivo tenga que secundarle. El ejemplo más evidente es Navarra. Tras haber hecho que sus ministros afirmen con rotundidad que no habría ningún trato con Bildu, “ni por acción ni por omisión”, y al ver que necesita los votos nacionalistas para su investidura, no le tiembla el pulso para autorizar que la sucursal del PSOE en Navarra (PSN) le regale un puesto de la Mesa del Parlamento foral a Bildu. A su vez, los socialistas navarros anuncian que gobernarán, lo que conlleva contar con Bildu. Este quiebro sanchista ha obligado a que la ministra portavoz, Isabel Celaá, haga una declaración formal sobre la legitimidad de los votos de Bildu, lo que supone que se puede traficar con quienes no han condenado los crímenes a cambio de conseguir la investidura como presidente.
Algún organismo económico independiente debiera hacer una estimación del coste que tiene para España la incertidumbre provocada por Sánchez. El inquilino de La Moncloa lleva más de un año implementando una política económica electoralista, con la que aborda todo aquello que le beneficie políticamente a golpe de Decreto-Ley. Da igual que el sistema de pensiones esté quebrado: él aumenta la cuantía y se compromete a su actualización con el IPC. También le trae al pairo que, como indica el Banco de España, el subidón del salario mínimo de un 22,3% pueda costar una pérdida de empleo en el medio plazo y que los mayores damnificados sean los que tienen profesiones de menor valor añadido. Lo único que importa a Pedro Sánchez es la investidura de Pedro Sánchez.