Hace algunos meses fui invitado a pronunciar unas conferencias sobre los principales problemas económicos de nuestros días. Mis oyentes eran todos profesores de filosofía de bachillerato, interesados en conocer la opinión de alguien que analizara, con un enfoque técnico, cuestiones muy relevantes de la actualidad. Al final de la primera sesión, uno de los profesores me dijo: “Mire, yo contra usted no tengo nada, pero contra los economistas…” Es decir, el buen señor dejó claro, por una parte, que no se trataba de una cuestión personal (lo que le agradecí, sin duda); pero, por otra, resultó evidente que los profesionales de la economía no somos personas especialmente queridas.
Tengo bastantes años como para no escandalizarme por estas cosas. Pero me llama la atención que siga tan extendida la idea de que los economistas somos gente insensible a los problemas del hombre de la calle, cuando nuestro objetivo es precisamente el contrario: intentar que la economía funcione mejor, elevando así el nivel de vida de la gente.
Resulta, además, que la última crisis ha contribuido a deteriorar aún más nuestra imagen, al acentuar la visión del economista como cómplice de las maniobras de las grandes empresas y de los Gobiernos conservadores, a los que se acusa de defender los intereses de los poderosos frente a la mayoría de la población.
La razón de esta actitud crítica se debe, seguramente, a que los economistas explicamos las cosas como son, y no como nos gustaría que fueran. Y si, por citar un caso de plena actualidad, decimos que una subida del salario mínimo tan elevada como la que se ha aprobado recientemente en España tendrá como efecto un aumento del paro, no se debe a que disfrutemos viendo cómo la gente cobra poco, sino a que, detrás de esta afirmación, hay una teoría sólida, confirmada por numerosas experiencias en multitud de países.
Es una vieja costumbre matar al mensajero que trae las malas noticias, aunque aquel no sea en absoluto responsable de lo que ha sucedido. Y quien lo hace elude toda responsabilidad y se queda con la conciencia tranquila. Parece que echar de vez en cuando a algunos economistas a los leones consuela bastante.