El último informe de la Universidad de Jiao Tong en Shanghai deja, una vez más, en mal lugar a la universidad española. Como han indicado, con bastante pesimismo por cierto, los medios de comunicación, ninguno de nuestros centros de enseñanza superior se encuentra entre las primeras 200 universidades del mundo. A nadie sorprende que no tengamos universidades en los primeros puestos del ránking; ni que de las 15 que mejor puntuación obtienen 13 sean estadounidenses. Pero que haya que bajar al puesto 239 para encontrar una española parece excesivo.
Es cierto que cabe plantear muchas objeciones a este tipo de índices. En primer lugar, es discutible que se deba valorar a las universidades en conjunto y no por la actividad que desarrolla cada una de sus facultades o departamentos. Y, además, estos índices se centran en las publicaciones de los investigadores en las revistas de más alto nivel y en la presencia o no en los claustros de profesores especialmente destacados, como ganadores del premio Nobel. Y no debemos olvidar que la universidad española, en toda su historia, sólo ha conseguido un premio Nobel; y esto ocurrió hace más de cien años, en 1906, cuando Ramón y Cajal logró tan preciado galardón.
Pero los centros de enseñanza superior pueden hacer una magnífica labor, incluso si ninguno de sus profesores es una figura a escala internacional. Sólo un ejemplo. La gran universidad estadounidense que hoy conocemos no ha existido siempre. Hasta hace no demasiado tiempo, en Estados Unidos se hacía poca ciencia y se producían escasas ideas originales. Pero esto no impidió que sus universidades formaran buenos técnicos y profesionales que contribuyeron de forma significativa al desarrollo económico del país. Los premios Nobel vinieron después. El problema de la universidad española actual es que su incapacidad para crear equipos punteros de investigación –en parte, lógica y justificada– va acompañada de una incapacidad, menos explicable, de formar buenos profesionales; ya que, con las excepciones de rigor, la mayoría de sus graduados tienen problemas para entrar a corto plazo en el mercado de trabajo de forma eficiente.
La pregunta es, entonces, ¿por qué nuestras universidades son malas? Una respuesta habitual es que carecen de fondos suficientes y que esta situación se ha agravado con la última crisis económica. Me gustaría mucho que esta explicación fuera válida; porque, de ser así, tendría una solución relativamente fácil. Pero no lo es. No es verdad que el problema principal de las universidades españolas sea el económico. Otro argumento, más cercano a la realidad, es la proliferación de centros universitarios en el país, que ha hecho que sean muy pocas las provincias que no tengan una o varias universidades, en muchos casos de muy bajo nivel. Pero creo que no se ha puesto énfasis suficiente en considerar el desastroso modelo de gobierno corporativo de nuestras universidades como una de las causas fundamentales de su mal funcionamiento.
Nuestros centros de enseñanza superior se han convertido en grandes organizaciones burocratizadas, en las que lo importante parece ser mantener unas determinadas formas y aparentar que se hacen bien las cosas, aunque la realidad vaya por otro lado. Quienes llevamos ya muchos años en la cátedra vemos que las obligaciones administrativas del profesorado no dejan de crecer, sin que consigamos entender, en muchos casos, en qué mejoran tales actividades la enseñanza que reciben los alumnos o la investigación que realizan los profesores.
Sistema de elección
Por otra parte, quienes gestionan las universidades tienen ante sí la difícil misión de armonizar intereses muy diversos, sin tener, en muchos casos, los instrumentos adecuados para ello. Imagínense ustedes una empresa en la que los trabajadores de la cadena de montaje eligieran por votación al consejero delegado y éste tuviera que pactar con ellos para mantenerse en el cargo. ¿Absurdo, verdad? Pues esto es, exactamente, lo que ocurre en la universidad espa- ñola, en la que el rector es elegido por personas cuyo estatus, horario de trabajo y parte del salario dependen del elegido. La democracia ha sido definida, acertadamente, como el sistema menos malo para la toma decisiones colectivas en determinados ámbitos. Pero lo que es conveniente para un país o un ayuntamiento no sirve para una empresa. Y me temo que tampoco para la universidad.
A la hora de plantear la tan necesaria reforma de la enseñanza superior española, convendría observar lo que se hace en las universidades que funcionan mejor que las nuestras. Pensaba George Stigler, el gran teórico de la moderna organización industrial, que las universidades de EEUU no son las mejores del mundo porque los estadounidenses sean más listos o tengan más dinero, sino porque son muy competitivas y buscan los mejores resultados; lo que implica luchar por los mejores profesores (del país o del extranjero) en vez de contratar a los amigos; elegir los mejores alumnos y mantener una organización eficiente.
Nada de esto encontramos, por desgracia, en España. Pero podríamos empezar a dar algunos pasos en el buen camino, que irían desde la apertura de nuestras universidades a la sociedad y a la empresa hasta la medición y evaluación del rendimiento de sus diferentes actividades, pasando por la renovación de su gobierno corporativo, que debería incluir, seguramente, la contratación de rectores profesionales que rindan cuentas ante quien financia la institución –los contribuyentes españoles, en el caso de las universidades públicas– y presenten resultados de la misma forma que un consejero delegado lo hace ante los accionistas de su sociedad. Son sólo algunas ideas entre las numerosas reformas posibles. Pero no cabe duda de que resignarse a mantener el statu quo sería una muy mala estrategia.