Cuando Abraham Lincoln rezaba durante la Guerra de Secesión de los Estados Unidos, sabía que también lo hacían sus enemigos, que eran sus compatriotas, sus vecinos, y con frecuencia contaba que su preocupación no era si Dios estaba de su lado, sino estar del lado de Dios, porque, repetía, “Dios siempre tiene la razón”.
Camino de dos décadas tras el 11 de marzo de 2004, los que seguimos queriendo conocer qué pasó aquellos días que cambiaron España no lo hacemos con el afán de tener razón, de imponer nuestro punto de vista, sencillamente porque no lo tenemos. Sólo cargamos una infinidad de dudas apoyadas en evidencias que contradicen la narrativa oficial de medios de comunicación y políticos de casi todos los partidos, enfrentados con la Verdad. Un relato implacable que ha señalado como conspiranoicos y, en muchos casos, servido para expulsar de la vida pública a quienes han pretendido llamar a las cosas por su nombre.
Entender qué ocurrió entonces es seguramente el principal imperativo moral de la nación española del siglo XXI. Aquellos atentados fueron diseñados y sirvieron para cambiar más que el color del Gobierno de España, que también, la inercia de prosperidad y el régimen de libertades que se iban consolidando. Un nuevo paradigma. Desde el 11-M, todo es 11-M. La vida pública española es un lodazal de inestabilidad, resentimiento y culpa. Una constante referencia a un pasado que no vivimos y un deterioro creciente del presente que, en buena parte, tampoco habitamos.
Ayer mismo, 17 años después de que explotasen los trenes en Madrid, los perennes beneficiarios de la inestabilidad presentaron varias mociones de censura ante diferentes administraciones territoriales españolas independientes entre sí. Mociones simultáneas e inconexas, con más aspecto de golpe político que de procedimiento administrativo, siempre contra las perennes víctimas de la inestabilidad. Los mismos que, precisamente, ante la moción de censura de Vox a Pedro Sánchez eligieron la indignidad y, pocos meses después, han tenido la indignidad y varias mociones. Los mismos que hace años abandonaron toda intención de conocer qué ocurrió aquel 11-M que les borró del mapa político.
Como para Lincoln hace siglo y medio en los Estados Unidos, hoy en España estar del lado de la Verdad es mucho más que no atacarla: es no agredir a quien la defiende, no retorcer los hechos para que se amolden a ningún interés, tampoco buscar atajos para defenderla. La Verdad no se preserva con mentiras. Estar del lado de la Verdad es un fin, o debería serlo, el principal para políticos y periodistas interesados en servir. Para algo.