Al comenzar el año, la población de la Unión Europea era de 513,5 millones de personas, un aumento de apenas un millón desde enero de 2018. ¿El motivo? A lo largo del pasado año hubo más muertes que nacimientos (5,3 y 5 millones respectivamente), con un total de 46.000 defunciones más y 118.000 nacimientos menos que en 2018. Continúa así la tendencia de crecimiento natural negativo, iniciada en 2017. Si la UE ha aumentado levísimamente su población (0,2%) ha sido gracias a la inmigración. De media, la tasa de crecimiento natural en 2018 en la UE fue de -0,7 por mil habitantes.
Irlanda fue el país que más aumentó, con una tasa de 6,1 por mil, seguida de Chipre y Luxemburgo (4,1 y 3,2 por mil, respectivamente). En el extremo opuesto se encuentran Bulgaria (-6,5 por mil), Letonia (-5) o Lituania (-4,1). España, por su parte, se encuentra por debajo de la media europea, con -1,2 por mil. Así lo señaló también el Instituto Nacional de Estadística en una reciente publicación, en la que indicaba que, en 2018, se registraron en nuestro país un total de 369.000 nacimientos, un 6,2% menos que en 2017, una tendencia menguante que ha llevado a que, en la última década, hayan descendido un 40,7%.
En otras palabras, España se muere, pero Europa también, y han de tomarse medidas al respecto. Habitualmente, se afirma que a medida que un país prospera económicamente, se reduce su tasa de natalidad. Pero este fenómeno empírico dista mucho del invierno demográfico en que nos encontramos, y que apunta a un recrudecimiento en el futuro inmediato.
Las consecuencias económicas no se harán esperar, pues todo progreso en este ámbito necesita de su fuerza motriz principal: las personas, agente económico por antonomasia. Así lo demuestra el hecho de que varias de las grandes economías europeas ostenten algunas de las tasas de crecimiento natural más elevadas, caso de Francia o Reino Unido, con 2,1 y 1,7 por mil habitantes, o el espectacular de Irlanda, con el mayor PIB per cápita de la UE tras Luxemburgo, y las mayores tasas de crecimiento natural (6,1 por mil) y del PIB (6,8%). No obstante, se observan también casos de rápido crecimiento económico mientras que el natural es negativo (como Hungría o Letonia), y otros de prosperidad asentada y reducido crecimiento natural (Austria o Bélgica).
Por ello, la natalidad (o falta de esta) no debe supeditarse a la prosperidad económica. Tener hijos sin recursos es un acto de generosidad, no tenerlos con recursos por vivir mejor es egoísmo suicida, especialmente con el sistema de reparto dominante en las pensiones europeas. A la vista de este panorama, nuestros gobernantes harían bien en elaborar políticas de fomento de la natalidad, que han de incidir eminentemente en materia laboral (conciliación, teletrabajo, etcétera), y no en la vía del subsidio que acostumbran a explorar los pocos que se atreven a hacer algo al respecto, bienintencionados pero equivocados. De lo contrario, el debate se reduce a una dicotomía tan simple en su formulación como compleja en su ejecución: inmigración o muerte.