Hace un par de días, el INE reveló unos datos demoledores sobre el panorama demográfico español. En 2018, se registraron en nuestro país un total de 369.000 nacimientos, un 6,2% menos que en 2017, continuando una tendencia decreciente que ha llevado a que, en la última década, hayan descendido, en total, un 40,7%.
Se trata de un verdadero drama, en el que subyacen cuestiones de gran profundidad, y que pone en tela de juicio la idoneidad del constructo societario, por motivos tanto normativos como meramente instrumentales. Alejandro Macarrón, director de la Fundación Renacimiento Demográfico, lleva años alertando incansablemente del invierno demográfico español —y occidental—, y señalando que “la baja natalidad no es cuestión de dinero, sino de valores”; unos valores predominantes en la sociedad que llevan a su suicidio. La casi completa ausencia de políticas públicas que apuesten seriamente por la familia da fe de este fenómeno. Por otra parte, las circunstancias del mercado laboral y el escaso compromiso de los jóvenes a la hora de mantener relaciones estables contribuyen a agravar la situación, pues no es casualidad que los nacimientos hayan disminuido a la par que los matrimonios.
El hecho de que, como sociedad, llevemos una década rigiéndonos por unos cánones que llevan a nuestra desaparición sugiere —como poco— que quizá hemos de reflexionar sobre ellos. Pero, además de los cuestionables valores que informan la sociedad española, entra en juego un elemento instrumental que, aunque menos importante que aquéllos, resulta a todas luces más urgente. Y es la propia pervivencia de la sociedad. Algo que, sin perjuicio de decisiones políticas en el ámbito de la inmigración, no está nada claro en el largo plazo.
La Historia nos enseña que el progreso económico y el bienestar traen consigo una reducción de la natalidad, pero no es menos cierto que, si no logramos compatibilizar el florecimiento económico con nacimientos suficientes, se producirá un retroceso considerable en el nivel de bienestar alcanzado. España parece abocada a este final bajo la premisa equivocada de que el bienestar resulta irrenunciable cuando, en realidad, lo es la supervivencia demográfica.
El último ejemplo de obcecación al respecto es la discusión en torno a la sostenibilidad del sistema de pensiones, que ha aumentado su deuda en un 150% en tan solo dos años, superando los 43.000 millones de euros. Se trata de un debate que no debería ser tal, por lo que resulta preocupante que tanto la política como la opinión pública dominantes defiendan diariamente su solidez. Así lo hizo unos días atrás la economista Marta Filch, quién propuso la brillante idea de aumentar la productividad de los trabajadores españoles, hasta cotas sin precedentes en Europa, de forma que un asalariado sostuviese hasta cuatro pensionistas. Baste con señalar que, a día de hoy, se necesitan dos sueldos para pagar una pensión.
Pero el desconocimiento, la ceguera —o ambos— no acaban ahí. Nadia Calviño, ministra de Economía en funciones, y más formada e informada que la indocumentada anterior, negó hace unas semanas que el sistema de pensiones, “una de las joyas de la corona del Estado de bienestar”, se encontrase en crisis. La ministra afirmó que “estamos defendiendo el tipo de sociedad que queremos para el futuro”. Pero qué sociedad será esa, cabe preguntarse. Porque el problema del suicidio demográfico, como también señala Macarrón, es uno de ser o no ser. Eso se halla en juego. Todo. Por el momento, conviene reconocer cuanto antes que una sociedad que ni crece ni se mantiene, sino que mengua, está enferma.