La economía puede funcionar aceptablemente, aunque vivamos años con gobiernos en funciones. Eso sí, es clave que nos preocupemos menos por el espectáculo que ofrece la cabalgata de Sánchez y su corte de devotos y pelotas. La importancia de un cargo público es la que quiera atribuirle cada ciudadano y debiera ir en consonancia con el prestigio objetivo demostrado antes de llegar a la política. He conocido grandes profesionales que se han dedicado a ella para servir al país después de una solvente y brillante trayectoria, pero también otros que fueron a servirse del cargo público para medrar. Entre los primeros suelen contarse personas admirables, que sabían ganarse bien la vida y a las que el cargo no les hace sentirse mejores. Entre los segundos, bastantes mediocres con una sed insaciable de poder y prepotente arrogancia.
Un ejemplo es el de la ministra de Hacienda, quien, ante un comentario del nuncio por el intento de exhumar a Franco, se coge una rabieta y, sobre la marcha, declara su intención de promover medidas fiscales contra la Iglesia. Lo triste de esta amenaza para vengar una opinión llena de sentido común es que revela una categoría humana altanera, que se cree que puede utilizar su cargo para legislar contra el que le critica, a la par que funciona por impulsos.
Otro caso es el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, al situar a Ciudadanos en la diana del descontento popular justo antes de la manifestación del pasado sábado, en un alarde de irresponsabilidad que ha motivado que los naranjas pidan, con razón, su dimisión. Una que se cayó por su propio peso en los casos del ministro de Cultura y de la de Sanidad, sobrevenidas en un tiempo récord tras su nombramiento. Al menos, esta última tuvo la decencia de renunciar a su cargo después de que salieran a la luz las supuestas irregularidades en la tesis de su posgrado.
Ya es más de lo que ha hecho su jefe a raíz de la polémica con el suyo, o la ministra de Justicia ante las grabaciones de Villarejo. Con semejante plantel, tenemos motivos fundados para desconfiar de la política y poner entre paréntesis todo lo que provenga de ella. Sin embargo, los españoles somos demasiado gubernamentales, y acostumbramos a estar muy pendientes de lo que dicen o hacen nuestros representantes. Por el contrario, en las democracias más consolidadas, los ciudadanos rinden menos culto a los personajes públicos, a la par que la condición de ministro no incorpora un crecimiento súbito del concepto que el sujeto en cuestión tiene de sí mismo, aunque cuente con un Falcon a su disposición.
Si usted hace la prueba de preguntar a un estadounidense cuántos nombres de secretarios de Estado recuerda, quizá logre decirle uno o dos. Si los políticos se creen tan imprescindibles se debe a que el español medio tiene hacia ellos una actitud más sumisa que la de países donde la sociedad civil es fuerte o donde las instituciones operan no gracias a los políticos, sino a pesar de estos. Bélgica es un buen ejemplo de lo último, como dio fe con sus 541 días sin Ejecutivo, que no impidieron que todo siguiera funcionando con normalidad.
Esto pone en tela de juicio la necesidad misma del gobierno tal y como lo conocemos, y deja en evidencia su importancia siempre relativa en la marcha de la economía y en la vida de los ciudadanos. Muchas veces, no sólo no la mejora, sino que la entorpece y dificulta. Baste apuntar que, en no pocas ocasiones, al ser encuestados, los españoles han señalado a la política como uno de sus principales problemas, cuando su papel tendría que consistir en solucionarlos. Una desvirtuación que habría de penalizarse mediante un cambio de actitudes y de prioridades, dejando de cebar egos que no lo merecen, y dedicando todo ese tiempo y esfuerzo en lo que verdaderamente resulte productivo. No hay mejor desprecio que no hacer aprecio.