El Gobierno cuatripartito foral y el de España se parecen bastante. Los dos están sostenidos por unos partidos con serias contradicciones ideológicas entre ellos, pero que, en cambio, se ponen de acuerdo para votar en el Parlamento idénticas propuestas, por muy radicales que sean. Del mismo modo, ambos Ejecutivos ceden a las presiones de sus socios de coalición, aunque sea a costa de traicionar unas convicciones que han pregonado como propias.
Tanto los ministros españoles como los consejeros navarros, así como los múltiples cargos que nombran uno y otro, presentan con frecuencia unos currículos profesionales escasos y/o inadecuados para las funciones que se les han encomendado. La mayoría de ellos carecen de un bagaje personal relevante en la vida civil previa a su carrera política. Pero, eso sí, actúan con una imprudencia, que, cuando se trata de aplicar medidas clientelistas que favorezcan a sus parroquias, raya con la desvergüenza.
Tanto en Moncloa como en el Palacio foral, el presidente o la presidenta gozan de la prerrogativa de cometer errores graves sin que se planteen la dimisión. Por ejemplo, un plagio de su tesis doctoral, unido a mentiras públicas, en el caso de uno; y permitir la re-okupación del Palacio del Marqués de Rozalejo, o los comportamientos de ética bajo sospecha. Ambas actuaciones trituran el Estado de Derecho, y, en otros países civilizados hubieran provocado la renuncia inmediata del cargo.
También en ambos gobiernos se han producido ceses de ministros (el de Cultura y la de Sanidad), o de consejeros (el de Educación). Si en los primeros casos se debieron a conductas impropias antes de ser nombrados, el del navarro fue por méritos propios en el desempeño del puesto: sus bravatas sectarias exasperaron a demasiadas familias y profesores. Una persona que se creía con derecho a impedir la legítima elección de los padres de que sus hijos estudiasen en inglés (el PAI).
Otra característica que comparten ambos ejecutivos es el aumento de nombramientos discrecionales. Así, en Moncloa se han batido récords históricos, con un incremento de un 30% del coste de sus ministros, y de un 25% el de los asesores. Además, se han otorgado presidencias de empresas industriales a auténticos analfabetos en la materia, como la de la Empresa Nacional del Uranio, que ahora recae en un licenciado en Filosofía.
En Navarra también ha crecido el número de asesores de libre designación. Según el sindicato LAB, de las 852 jefaturas de la Administración ‘núcleo’, hasta 761 han sido adjudicadas a dedo. Sin embargo, quizá lo más dañino para el buen funcionamiento de la Administración foral sean las múltiples dimisiones en aquellas que estaban ocupadas por funcionarios competentes y con gran experiencia. Sobresale el Departamento de Educación, donde el 74% de su organigrama ha renunciado o ha cesado. En algunos casos, el motivo ha sido que el personal estaba disconforme con las ideologizadas políticas de su consejero.
Por último, mencionar la caída de credibilidad de estos gestores públicos. Si estos días la situación de la ministra de Justicia y Notario Mayor del Reino resulta insostenible por haber faltado a la verdad, en Navarra ese dudoso privilegio corresponde a las consejeras de Educación e Interior.
Difícil papelón el de la secretaria general del PSN, tanto por la desatención que sufre Navarra por parte de Moncloa, como por algo peor: el desplome del prestigio del PSOE afectará a la sucursal navarra. Quizá la expresión que mejor refleja la actitud de los Ejecutivos foral y monclovita sea la atribuida a Guillén de Castro en las Mocedades del Cid: “Sostenella y no enmendalla”, todo un lema para definir el populismo en el siglo XVI.