Los movimientos populistas son la gran preocupación de nuestras democracias. Cunde la alarma, pero la mayor parte de los aná- lisis del fenómeno populista son incompletos o incluso equivocados. Los expertos suelen destacar tres causas: una, la aparición de demagogos que aprovechan las crisis económicas para lanzar propuestas utópicas; dos, la ingenuidad de unos votantes que se dejan seducir por cualquier flautista de Hamelin; y la tercera, los defectos del sistema que llaman «neo-liberal», que a su juicio se ha mostrado incapaz, corrupto y plagado de desigualdades, lo que, dicen, explica e incluso justifica la ira de los «indignados».
Los grandes movimientos populistas han triunfado en la historia cuando los han encabezado líderes carismáticos, como Lenin, Mussolini, Hitler, Perón y Evita, Castro o Chávez. Pero limitarse a las fechorías de esos monstruos de Museo de Cera es malentender el alcance del fenómeno. Querría, pues, dedicar estas líneas a los populistas de todos los partidos, como Hayek dedicó su Camino de servidumbre a los socialistas de todos los partidos.
Las falsas promesas populistas de nuestros líderes comenzaron con Bismarck en la década de 1880, cuando creó los que denominaba «seguros» de accidentes, de enfermedad y de jubilación, que no eran sino sistemas de reparto basados en impuestos a los trabajadores y las empresas. Tras la Segunda Guerra Mundial, las pensiones públicas, salud gratuita y educación subvencionada se generalizaron. Era de esperar que, al cabo de los años, entraran en profunda crisis. Cuando la gente cree que esas prebendas las pagan los demás, la demanda se revela infinita. Cuando los suministradores disparan con pólvora del Rey, aumenta el desperdicio. En España aún funciona bien el servicio de salud, pero no la educación pública ni las pensiones, que están en quiebra. Para cubrir los gastos de un Estado del bienestar inevitablemente deficitario, los gobiernos caen en dos malas prácticas. La primera es cuadrar los beneficios sociales con una deuda pública que no hace sino crecer. La segunda consiste en no confesar la deuda implícita en los beneficios futuros prometidos y no capitalizados, principalmente las pensiones y la salud de poblaciones que envejecen. El Dr. Bokhale, del IEA de Londres, ha calculado que esta deuda no contabilizada ya suponía en 2010 un déficit público medio anual recurrente del 13,5 por ciento del PIB europeo. En consecuencia, serán necesarias masivas subidas de impuestos, que reducirán el crecimiento, o grandes recortes de servicios sociales, que provocarán la ira del pueblo llano. No es culpable el pueblo. Los votantes tardan en darse cuenta del engaño, pero al final son ellos los que se rebelan, incluso con peligro de la vida, como en Hispanoamérica.
Es un mito que el neoliberalismo, como gustan llamarlo, haya sido el causante de la crisis de 2007-8. El capitalismo siempre ha mostrado ciclos de expansión y contracción. Las políticas equivocadas los agigantan. Esta crisis no se debió tanto a la búsqueda del beneficio por banqueros y especuladores como a dos políticas públicas: los bajos tipos de interés de Greenspan, que hincharon los precios inmobiliarios y las cotizaciones de Bolsa en todo el mundo; y el constante empeño de los políticos estadounidenses en satisfacer el sueño de todo americano de tener una vivienda en propiedad. Esta peligrosa intervención en el mercado inmobiliario, iniciada por Roosevelt durante el New Deal, cuajó en la «Ley de Reinversión en Comunidades desfavorecidas» de 1977, que obligaba a la banca a conceder hipotecas de alto riesgo a minorías raciales. La banca, con la ayuda de dos empresas públicas hoy quebradas, Fannie Mae y Freddie MAC, titulizó y repartió por el mundo estas malas hipotecas. Cuando los precios de los inmuebles empezaron a caer en 2006, el mundo se hundió en la Gran Recesión. Tampoco aquí hubo quiebra moral del capitalismo, sino de políticos en busca de votos.
Los culpables últimos de esta gran quiebra moral son los intelectuales, que, con sus ensoñaciones sobre el bienestar social, cometen lo que en 1927 Julien Benda llamó La trahison des clercs, la traición de una clerecía ávida de poder e importancia. Los pensadores de nuestras democracias han abandonado la filosofía individualista para abrazar ideas comunitarias y socializantes, que lo fían todo a la acción pública. Como bien dijo Keynes, «los locos que nos gobiernan, cuando oyen voces en el aire, destilan su frenesí de algún escribidor académico de algunos años antes», sea este Marx o el propio Keynes.
Un ritornello de estos escribidores es que «la desigualdad social en nuestros países es escandalosa. ¡Falso si miramos al mundo! Según el Proyecto del Milenio de Naciones Unidas, el número de pobres que en el mundo viven con menos de 2,5 dólares al día ha disminuido entre 1990 y 2015 en 2,4 millones de personas; dicho de otra forma, los pobres de solemnidad han pasado de ser el 47% al 14% de los siete mil millones de población actual, gracias a la globalización. Es lamentable que aún vivan en extrema pobreza 800 millones de personas, pero un fácil cálculo aritmético nos dice que, al mejorar una porción tan grande de la humanidad, la desigualdad ha tenido que reducirse. Los igualitarios de los países ricos se quejan de que esa mejora la han conseguido los pobres compitiendo con nosotros. A esa competencia, que deprime los sueldos de las clases medias de EE.UU., Europa y Australasia, hemos de añadir las nuevas tecnologías y los robots. Asimétrico igualitarismo: disgustados porque los pobres del mundo se les igualan por abajo, muchos son los que bizquean con envidia mirando hacia arriba a los más ricos. Hace poco oí a José Piñera decir que, por desgracia, aún son muchos los que mueren de hambre, pero ninguno que él sepa muere de desigualdad.