El 4 de noviembre de 2019, durante el debate electoral, Pablo Casado le preguntaba con seguridad a Pedro Sánchez si Cataluña era una nación y España, una nación de naciones. Según el líder del PP, España solo puede tratarse de una nación, por lo que hablar de una nación de naciones implicaría necesariamente legitimar el discurso nacionalista de los independentistas. Sin embargo, en la comprensión de España como una sola nación, subyacen en cierta medida los postulados del nacionalismo. La pregunta de Casado estaba planteada, respondiera lo que respondiera Sánchez, en términos nacionalistas. Si el problema de las nacionalidades en España no solo se mantiene desde la Segunda República, sino que posee cada vez más fuerza en el debate político, se debe a que quienes buscan poner en entredicho la doctrina nacionalista lo hacen, sin ser conscientes, desde una postura que lo es.
El nacionalismo español ha adoptado la forma, durante la democracia, de una realidad subrepticia, sutil e inconsciente para una gran parte de los ciudadanos. Cabe advertir la dificultad que supone abordar esta cuestión, muy poco discutida en la opinión pública e incluso en el ámbito intelectual. El objetivo de este artículo consiste en presentar un problema, más que en desentrañarlo o solucionarlo. Basta con que sirva para tomar conciencia de la existencia de un nacionalismo introvertido y modesto, que ha sabido ocultarse y así mostrarse efectivo, hasta el momento, con los nacionalismos periféricos.
El nacionalismo español no se ha puesto sobre la mesa del debate político por tres motivos: en primer lugar, no hay, a diferencia de los relativos a los nacionalismos periféricos, un estudio crítico y profundo que permita evidenciar algunas de las contradicciones con las que el Estado español ha combatido la disgregación; en segundo, en España, por la particularidad de nuestra historia, se ha tendido a pensar que el nacionalismo solo atiende a proyectos secesionistas, no unitarios. Sin embargo, las primeras ambiciones de esta índole son unificadoras: véase el nacionalismo francés en el siglo XVIII, o el cultural alemán e italiano en el siglo XIX; y, en tercer lugar, el nacionalismo español se ha revelado, en general, más débil y desorganizado que los periféricos, camuflándose entre el liberalismo y el tradicionalismo.
Con la aparición de Vox en el Congreso, ha salido tímidamente a la palestra. El problema catalán y la ausencia de una referencia política en la izquierda que represente una sólida propuesta en favor de la unidad les ha llevado a convertirse en la tercera fuerza política. Probablemente, haya más motivos, pero resulta indudable que este se trata de uno de ellos. Algunas voces públicas, especialmente liberales como Juan Ramón Rallo, Mario Vargas Llosa o Cayetana Álvarez de Toledo, han comenzado a criticar el nacionalismo español. Sin embargo, esta cuestión se ha planteado, o al menos así parece en el debate público, desde una perspectiva exclusivamente económica, a través de la dicotomía entre proteccionismo o liberalismo. Sin embargo, esta discusión —aunque necesaria— no basta para dar cuenta de las premisas del nacionalismo y, por consiguiente, para refutarlo adecuadamente. Este no se reduce a un ideario económico, sino que comprende una ideología política, y hace falta ahondar con más atención en sus implicaciones.
El nacionalismo español no surge —como la mayoría de ellos— hasta el siglo XIX. El imperio español no fue nacionalista, aunque a partir del siglo XX su recuerdo sí se utilizó como un elemento esencial para configurarlo. En primer lugar, determinaremos qué es el nacionalismo y cómo opera en el discurso político. En segundo, cómo se desarrolla el español durante el siglo XX, especialmente, durante el franquismo. Y, en tercero, desentrañaremos el legado que esta teoría política nos ha dejado en la democracia y cómo ha cogido fuerza en los últimos años con el avance de Vox.
El nacionalismo considera que las naciones son realidades primigenias y naturales que preexisten respecto a la acción política del ser humano. Enric Prat de la Riba, padre del nacionalismo catalán, afirma que constituyen realidades naturales divididas por fronteras naturales. Antes de que los hombres comenzaran a desarrollar ciudades y Estados, las montañas, los valles, los ríos y cualquier accidente geográfico «marcaban ya con líneas imborrables la fisionomía futura de la historia»[1]. Cada nación contiene un pueblo concreto, una cultura particular, una colectividad que presenta unos rasgos únicos y diferenciados —costumbres, lengua, leyes, tradiciones, raza—. Se trata de un espíritu común, un todo que dota de identidad a los individuos que la integran, y no de una obra colectiva, un artificio fruto de la deliberación entre las voluntades que la forman. Según esto, la política no consiste en una discusión práctica de los asuntos comunes, sino en un instrumento para preservar los rasgos de la nación. Los problemas colectivos se abordan como cuestiones ontológicas de una supuesta esencia nacional: ¿Qué es España? ¿Qué es ser español? ¿Cuál es el problema de las dos Españas? Todas impregnado con un cierto esencialismo, entendido como algo que trasciende lo histórico y permanece inalterable a lo largo del tiempo.
En un artículo anterior sobre el nacionalismo vasco, explicaba que la nación es una realidad superior a la voluntad de los hombres que no muda su esencia, que no pierde su ser nunca. Cada época histórica constituye una manifestación del espíritu nacional, el cual siempre está presente. Por ejemplo, Sabino Arana considera que la nación vasca es esencialmente idéntica en el siglo IX y en el XIX, y que lucha siempre contra un mismo enemigo: España, que también es ella misma en ambos siglos. Sin embargo, resulta evidente que, en el siglo IX, la realidad política de un Estado moderno y unificado, tal como se entendía en el XIX, era totalmente impensable, por lo que Arana distorsiona gravemente la historia. Otro ejemplo lo encontramos en Prat de la Riba, quien va aún más lejos y sugiere que el espíritu catalán se hallaba ya presente durante el Imperio romano: «Bajo el peso de la dominación romana, el espíritu de las viejas nacionalidades latía con fuerza, la unidad romana solo existía por encima: por dentro, la variedad de los pueblos perduraba como siempre. El imperio de Roma había tapado las almas de las naciones dominadas, pero no habían podido ahogarlas, y todas, cada una en su casa, trabajaban por infiltrarse en los elementos que le había impuesto la ciudad romana para transformarlos de acuerdo con las propias necesidades, para amoldarlos al propio carácter y al propio temperamento»[2].
Esta forma de comprender la historia también se encuentra en el nacionalismo español, el cual considera que la esencia de España que se manifestaba en los cristianos durante la Reconquista se trata de la misma que habita en las entrañas de la España de hoy, la cual, en su ser más profundo, sigue intacta, inquebrantable. Por tanto, no es un artificio, una construcción política fruto de una deliberación colectiva a lo largo de los siglos, sino una realidad ideal ajena al desarrollo histórico.
El nacionalismo, por tanto, pretende establecer una filosofía de la historia, una determinada óptica con la que captar el sentido y la razón de lo sucedido a lo largo de los siglos: bajo la capa movediza de lo accidental, opera una realidad permanente que es causa del desarrollo de la historia. Existe, por consiguiente, un principio que la rige: el de las nacionalidades. Esta idea, típicamente romántica, muestra que la historia es esencialmente historia de las naciones, o historia nacional. Durante el siglo XIX, las naciones modernas quisieron tener su propia historia, una explicación de cómo se desenvuelven a lo largo del tiempo. Por eso, no se la observa conforme a los hechos, sino bajo la perspectiva de un discurso que mide todo acto como nacional o no, y establece una dicotomía que rige lo verdadero o lo falso.
El nacionalismo distorsiona estratégicamente la historia
El nacionalismo de esta manera distorsiona estratégicamente la historia. Toda acción política que discrepe de lo que el nacionalista considera la esencia de la nación se califica de traición. Y, por el contrario, toda decisión política que se adapte a su narración forma parte de la verdadera historia. En otras palabras, solo se seleccionan aquellos datos y hechos que tienen interés para el relato nacional, desechando todos los que no encajan bajo el principio de la nacionalidad, ya que lo deslegitimarían.
Durante el siglo XIX, España se sumó, junto a otros Estados europeos, al desarrollo de la historia de la nación: cuándo y cómo surge esta, cuándo nos olvidamos de ella, cuándo la recuperamos y la hicimos más grande. Resultó especialmente destacable el acontecimiento de la Reconquista, porque se lo utilizó mucho como recurso durante el siglo XX y porque, además, Vox ha retomado este concepto como objeto de su discurso.
¿Qué es la Reconquista a ojos del nacionalismo? La prueba de una férrea y ejemplar conciencia nacional, uno de los hitos milenarios más importantes de la historia de España, la cual se erige en la salvaguarda de los valores cristianos en contra de los musulmanes. Desde este punto de vista, la Reconquista hace referencia al proyecto que idearon los cristianos del norte por recobrar la supuesta nación que les habían arrebatado. La Reconquista se entiende así como la recuperación de una nación perdida. Sin embargo, como su propio nombre indica, reconquistar implica conquistar lo que ha sido usurpado, por lo que no se puede hablar de la Reconquista de Al-Ándalus, dado que esta, como realidad política, no existía en el siglo VIII. Por ende, este término no resulta adecuado para explicar la totalidad del acontecer histórico durante estos ochos siglos. El mito de la Reconquista presenta un relato coherente de las hazañas y héroes que participaron en una misma empresa, convirtiéndose en la campaña bélica más larga de la historia de España. En este sentido, don Pelayo y los Reyes Católicos lucharon juntos, a pesar de la distancia temporal, en una misma causa. Cuando el rey asturiano se rebeló contra los moros en las montañas de Covadonga, nació España como destino, con la misión de recuperar el tesoro perdido. La Reconquista representaba el despertar de la conciencia nacional.
Sin embargo, es inexacto y ambiguo considerar que durante estos ocho siglos todas las guerras entre cristianos y musulmanes tuvieran como única meta restablecer la nación usurpada. Los desarrollos históricos nacionales siempre están subordinados a un interés. El historiador C. Hayes afirma que toda historia nacional se funde con mitos y literatura para “maquillar” determinados hechos, ya que la historia está al servicio de la nación[3]. Por eso es tan importante —explica— la invención de los héroes nacionales, que acercan y materializan al pueblo la realidad conceptual de la nación, encarnada o personificada así en un determinado sujeto. Vox, como decíamos, ha reflotado este término para intentar conseguir justamente ese objetivo: revitalizar y fortalecer la unidad nacional.
Por otro lado, a finales del siglo XIX y principios del XX, los intelectuales del momento no eran propiamente nacionalistas, pero se hallaban influidos por esta teoría política. Uno de los temas más discutidos versaba sobre la unidad de España. Muchos de estos referentes abogaron por la creación de una realidad unificada. Ahora bien, hay muchas formas de defender la unidad, y este constituye un matiz importante, porque hablar sobre la unidad de España no implica hacerlo necesariamente sobre nacionalismo español, al igual que plantear la independencia de Cataluña no comporta necesariamente una referencia al nacionalismo catalán. Lo decisivo del nacionalismo no reside en lo que se defiende, sino en cómo se defiende. Es decir, no estriba en la persecución de un determinado objetivo político, sino «en el tipo de argumentación que utiliza para fundamentar y justificar dicho objetivo político, sea este de la índole que sea».
Podemos hablar de dos tipos de unidad. En primer lugar, la que es estrictamente nacionalista, a saber, una unidad de España que precede a la decisión de los españoles, como realidad natural anterior. Y, en segundo, la que es propiamente política, o sea, que la unidad de España es contingente, al depender de la decisión conjunta que tomen los españoles. Algunos intelectuales del siglo XIX y XX se sitúan entre ambas posturas, sin dejar claras las razones por las que España debe erigirse en una realidad unida. Es el caso de Ortega. Por un lado, muestra una visión deliberativa y práctica —en lo que consiste propiamente lo político—: «La nación no es fruto de la sangre o de datos étnicos. Nación significa la unión hipostática del poder público y la colectividad por él regida». Más adelante afirma: «La nación no es, ante todo, el pasado; no es la historia y la tradición. Nación es la obra común que hay que hacer» [4]. En este sentido, la nación se trata del sistema de posibilidad que hay en el presente para construir el porvenir. Pero, por otro lado, muestra una visión nacionalista: «La nación es algo previo a toda voluntad constituyente de sus miembros. Está ahí antes e independientemente de nosotros, sus miembros»[5].
Esta aparente contradicción que juega en esta delgada línea tambaleante entre el nacionalismo y la construcción política de España, entre la preocupación de definir el «ser de España» y lo que ellos proyectaban como resultado de una deliberación, estará presente en las primeras décadas del siglo XX. Esta es una de las razones por las que el nacionalismo español ha sido más débil y desordenado que los periféricos, los cuales sí tenían una doctrina estrictamente nacionalista.
Fue el régimen franquista el que consolidó una visión más propia del nacionalismo. Ahora bien, el franquismo no se trataba solo de un movimiento nacionalista, y menos aún si tenemos en cuenta las diferencias entre sus etapas. Tampoco es que Franco fuera nacionalista, pero su comprensión de España sí estaba teñida por el nacionalismo, en concreto, por el nacional-catolicismo. El franquismo entendió que la única realidad nacional preexistente, la única realidad natural, era España, la nación primigenia que hundía sus orígenes en el mito de la Reconquista, en los primeros héroes asturianos, y que se resucitó con la llegada de los Reyes Católicos y el imperialismo español. El franquismo buscaba esa España vieja, cristiana, tradicional y antiliberal que había que levantar de entre los escombros del imperio derrotado. Creía en esa España que dominaba los mares y conquistaba el mundo; esa España grande, confesional e inmortal que había sido sepultada por los liberales durante el siglo XIX. A este olvido de la conciencia nacional, de lo que era real y esencialmente España, le achacaban la degeneración y la decadencia del país. Había, por tanto, que despertar al pueblo español de este sueño profundo y confuso, para recuperar las verdades de la tradición y alzarse como el guardián de los valores cristianos en Occidente, comprometiéndose con su difusión.
El nacionalismo español durante el régimen franquista tenía un enemigo que abatir: la anti-España, un concepto que Franco solía repetir en sus discursos. Para entender mejor este recurso político, hay que comprender cómo opera el nacionalismo. Este se constituye siempre a partir de un enemigo. Es decir, toda identidad nacional se conforma a partir de una distinción radical y claramente definida entre lo que es la nación y lo que otros son como nación. De esta manera, si dos pueblos se han declarado enemigos, deben seguir como tales por el pasado. La nación vasca y catalana son desde su origen antagónicas a la nación española, y solo pueden subsistir en la medida en que se definan como su contrario. Durante el franquismo, el euskera y el catalán encontraban grandes obstáculos para su normalización en las instituciones públicas. Ambas lenguas, más que un enriquecimiento, suponían una contaminación de la nación española. El nacionalismo siempre hace hincapié en lo que separa, nunca en lo que se comparte. Por eso, se muestra incapaz de mirar al futuro, de contemplar la posibilidad de realizar un nuevo proyecto político que supere la diferencia, porque el futuro está determinado por el pasado, porque su justificación se basa radicalmente en la oposición.
Como decíamos, el enemigo del régimen era la anti-España, representada por los comunistas, los republicanos y, en cierta medida, los liberales. El franquismo se trató de una reacción contra la modernización y la posibilidad de constituir un Estado laico. Aunque Vox no es franquista —una interpretación forzada y fuera de lugar—, comparte con ese régimen la visión de una España perdida que no podemos olvidar. Además, con una tendencia a la victimización —rasgo propio de los nacionalistas—, Vox también presenta su anti-España, es decir, a «los enemigos de la nación»: las élites globalistas, los liberales multiculturalistas, y aquellos grupos políticos que propongan desatender las instituciones tradicionales y cristianas.
Por otro lado, el franquismo ve a España como misión, como salvaguarda de los valores cristianos en la civilización occidental. Este propósito histórico de la nación encaja a la perfección con la visión teológica de los nacionalismos. Durante el Romanticismo, resultaba relativamente común apelar a una cierta providencia, destino o ley del cosmos. El nacionalismo español surge así de una matriz cristiana, por la que se atribuye a la nación un destino providencial, que dota al discurso nacionalista de una mayor fuerza, legitimidad y autoridad. Hablar de misión lleva necesariamente a un concepto de providencia, aunque este no se manifieste de una manera explícita en la retórica actual, la cual se ha secularizado. Sin embargo, la doctrina nacionalista resultaría incomprensible sin la presencia de dicho concepto. Fichte, uno de los padres del nacionalismo alemán, considera que la nación que se materializa en una realidad natural también es eterna. Esta fusión de lo natural y lo eterno está constantemente presente en sus discursos: «La tendencia natural del hombre, a la que solo debe renunciar en un caso de verdadera necesidad, trata de encontrar el cielo ya aquí en la tierra y diluir lo eternamente duradero dentro de su trabajo terrenal de todos los días; de plantar y cultivar lo imperecedero en lo temporal, no simplemente de una manera incomprensible y conectando con lo eterno a través del abismo infranqueable a los ojos mortales, sino de una manera visible incluso a estos»[6].
Como bien explica C. Hayes, el nacionalismo participa de la naturaleza de la religión, ya que el papel del Estado no se limita a una mera administración o a una finalidad exclusivamente económica. El Estado nacional se mueve por la fe en su misión y destino. Para Fichte, la muerte de los individuos leales viene a aumentar la gloria inmortal de la nación eterna. El nacionalismo, según C. Hayes, «no es más que una forma de exaltar y deificar al Estado secular»[7].
Por eso, los individuos de la nación tienen una misión: conservarla sin traicionar a su personalidad. En La nacionalidad catalana, Prat de la Riba subraya que la cuestión decisiva y primordial residía en volver a identificarse con la esencia primigenia de la nación: «Ser nosotros, esta era la cuestión, ser catalanes[8]». El 3 de junio de 1961, Franco realizaba un discurso en el que apuntaba a la misma idea: «Está en juego el ser o no ser de España, la sustancia de la tradición y el futuro cristiano de uno de los pueblos más nobles del viejo continente».
Con la liberación de ciertos sectores en el tardofranquismo, el nacional-catolicismo perdió fuerza, pero supo mantenerse en el inconsciente del imaginario colectivo. La Transición fue el gran ejemplo del consenso político. La sociedad española creyó en la posibilidad de la convivencia democrática, se entendió que la política se trata de una decisión conjunta que mira al futuro y que no responde a entes preexistentes. Sin embargo, se mantuvo un cierto aire nacionalista que impregnó la Constitución Española. El artículo 2 afirma que «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española”. En este sentido, se la presenta como un ente necesariamente unitario, pero la necesidad nunca existe en la acción política, porque esta siempre apunta a un contexto práctico, cambiante y contingente. Si la nación española está unida, no ocurre en virtud de una supuesta explicación lógica de la historia, sino de una decisión conjunta. Somos nosotros, los españoles, quienes decidimos cómo queremos que sea España.
Al comprender la nación como una realidad anterior a la actividad política, ajena a la voluntad de los ciudadanos, la estamos concibiendo en términos nacionalistas. En este sentido, Cruz considera que la nación se está perfilando como «una comunidad humana que no es constituida por la Constitución, ni puede ser alterada por esta: por una creación política. La Constitución, como obra política, parece recibir su legitimidad y validez del hecho de acomodarse a una realidad previa e indivisible: la nación española»[9].
El catedrático y politólogo Andrés Blas Guerrero, dedicado al estudio de los nacionalismos, considera que la Constitución de 1978 «ofrece un buen marco para la convivencia» entre la nación española y las «modernas nacionalidades» catalana, vasca y gallega[10]. No obstante, mientras la Constitución siga envuelta en una atmósfera nacionalista, afirmando la indisolubilidad de España y reconociendo las naciones periféricas, siempre existirá una tensión desgarradora entre las supuestas naciones que habitan en nuestro país, ya que la unidad no se consigue defendiendo entelequias, sino poniéndonos de acuerdo, comprendiendo la política como deliberación práctica.
El propio Blas Guerrero reconoce en cierta medida la artificiosidad de las naciones, la profunda historicidad que cimienta la construcción de un Estado: «Todo tipo de nación es un artefacto y tener conciencia de esa historicidad equivale a estar prevenidos de su posible superación en un horizonte a largo plazo»[11]. Lo que está reconociendo el politólogo es el peligro del nacionalismo y, por eso, se contradice cuando afirma que la Constitución ofrece un buen marco para la convivencia entre las nacionalidades dentro de España.
Esta tensión entre las supuestas naciones resulta cada vez más evidente. El nacionalismo catalán nunca ha estado tan consolidado y apoyado como en los últimos años. Como consecuencia, se ha producido una reacción contraria —un nacionalismo español latente—, que ya no se avergüenza de reconocerse como tal a cambio de defender la unidad de España. Esta reacción la encarna justamente Vox, que busca combatir a los nacionalismos periféricos con más nacionalismo, entrando sin querer en su juego terminológico y argumentativo. Hablar de naciones, preguntarse qué es nación o qué no, si España es una nación de naciones o una sola e indivisible, equivale a comprender la política como instrumento al servicio de una determinada realidad no política.
Y esta tensión, que, como hemos dicho, encuentra su origen en la formulación de la Constitución, se agravará aún más con el tiempo y dará lugar a una situación insostenible. Este problema es inevitable por la propia mecánica del nacionalismo, que busca seleccionar una identidad para definir la nación de forma excluyente y diferente al resto. Así, se conforma a partir de la exclusión: lo propio de la nación que la hace única y singular en contraposición con lo demás. Por eso, la introducción de elementos de otras naciones no se aprecia como un enriquecimiento, sino como una desnaturalización de lo autóctono, una corrupción de lo nacional. Recordemos que si dos pueblos se han declarado enemigos, deben seguir siéndolo por razón del pasado. La nación vasca y catalana se muestran desde su origen antagónicas a la nación española, y solo pueden subsistir en la medida en que se definan como su contrario. Reconocer Cataluña, País Vasco y España como naciones implica enfrentarlas constantemente en aras de una separación clara y diferenciada.
Es evidente que Vox ha llegado a donde está por el conflicto catalán, por una supuesta ausencia o debilitamiento de una conciencia nacional —de unidad—. Y aunque también pretenda combatir otras muchas cosas, esta tarea se encuentra entre sus prioridades más urgentes. Arguyen a menudo que, del hecho de que España se trate de una sola nación, no se sigue la negación de la pluralidad y la riqueza de las diversas culturas que se hallan en ella. Cierto, pero esa pluralidad solo la ensalzarán mientras esté subordinada a la nación española.
Aquí volvemos a rescatar un matiz importante. Defender la unidad resulta totalmente legítimo y, además, necesario. A lo largo de la historia, ha habido claros ejemplos de integración y unidad, e incurriríamos en una gran falta a la verdad si no reconociésemos el intento de construir una España unida y sin divisiones. Sin embargo, no se trata del objetivo que se defiende, sino de cómo se hace. La cuestión se formula así: ¿la unidad es fruto de una deliberación conjunta, o de la naturaleza indisoluble de una supuesta nación preexistente?
Si el modo de defender la unidad responde a una comprensión nacionalista, se elimina todo proyecto de carácter voluntarista. El nacionalismo se revela incapaz de preguntarse por el tipo de sociedad que se quiere ser y, en este sentido, tampoco tiene carácter proyectivo, en tanto que carece de sentido deliberar acerca del futuro. La pregunta por el tipo de sociedad que se desea ser ya está respondida por la realidad prepolítica de la nación, por lo que cualquier proyecto político únicamente se justifica si está ligado al pasado, en la conservación de una identidad nacional. Y Vox solo entiende a España de una manera, en la que no cabe otra alternativa como una república o una España de autonomías. Véase que Vox propone una España sin autonomías por motivos supuestamente económicos. Sin embargo, es evidente que responde a razones políticas porque, en el fondo, consideran que las autonomías son un potencial peligro de fragmentación de la unidad española.
España solo es España tal como la conciben ellos: la nación de los Reyes Católicos, heredada de la tradición grecorromana —no musulmana—, y que debe perpetuarse hasta el fin de los tiempos. El diputado de Vox Javier Ortega Smith acudió a un mitin en Pamplona hace dos años. Fue una sorpresa cuando, en su explicación de la herencia española, dio un salto histórico desde el siglo IV al XVI, sin hacer ninguna mención a la realidad política que transcurrió durante ocho siglos. Esta es la historia nacional, la misma que se impone en el nacionalismo catalán o vasco, que trata de explicarla según los intereses de la nación, resaltando los acontecimientos que la ensanchan y acallando los que se consideran problemáticos o poco pertinentes.
El problema de la unidad también se traslada a la cuestión de la tradición. Vox hace bien en defender la tradición —en España hace mucha falta—, pero lo decisivo radica una vez más en la manera en que la defiende. No hay que protegerla simplemente porque forma parte de la esencia de lo que ellos consideran la nación española. No hay simplemente que concluir «si no hay tradición, no hay España», como si la sola tradición fuera condición de posibilidad de este país. El pasado es importante, pero también el futuro: ¿tiene sentido defender la tradición o algunos aspectos de esta en la actualidad?, ¿por qué conviene mantenerla o deshacernos de ella? Esto no lo explica Vox y, en el fondo, es lo más difícil. No se trata de definir una idea de España y amoldarnos a ella, ya que eso es conformismo político. La política consiste en argumentar y dar razones de nuestras decisiones, teniendo en cuenta lo que nosotros queremos ser, la España que queremos ser, pero no en la adaptación a un molde preconcebido.
El nacionalismo español aduce que España es una nación unida, pero no se pregunta si los propios españoles quieren una nación unida. Abogar por esto sin entrar en el juego nacionalista conllevaría interrogarse sobre lo siguiente: ¿Qué clase de España queremos nosotros y por qué? Esta pregunta lleva implícita la mirada hacia el futuro, mientras que el nacionalismo se aferra a una entelequia del pasado. Si los nacionalismos periféricos buscan la justificación e implementación de un Estado para la preservación de una nación, el nacionalismo español aspira al fortalecimiento de un Estado centralizado ya constituido para lo mismo.
En este país nos hemos acostumbrado a combatir el nacionalismo con más nacionalismo
¿Caben entonces soluciones? Sí. En primer lugar, hay que salir urgentemente del terreno del nacionalismo. En este país, nos hemos acostumbrado a su dinámica, estructura y lógica de argumentación, a combatirlo con más nacionalismo. Discutir si España es una nación o una nación de naciones resulta inútil y no resuelve en absoluto este problema. José Luis González Quirós considera que esta cuestión debe despolitizarse. Promover la unidad entre los españoles no le concierne solo a la derecha, y no puede asociarse con centralización o, incluso, con franquismo: «Ahora, por el contrario, se hace especialmente necesario despolitizar por completo la unidad de España, normalizar en la política lo que es normal en la sociedad, unir la idea de España a la sociedad española haciendo ver que tanto las tendencias segregacionistas como el interés en la hipertrofia de lo estatal y lo político están más vivos en la élite política dirigente que en el resto de la sociedad»[12].
En segundo lugar, hay que evidenciar la porosidad a una España periférica que tiene el derecho a disfrutar las cuotas de poder político que le corresponden, no solamente en las comunidades autónomas, sino en el propio Estado central: «No se puede seguir haciendo del Estado algo absurdamente distanciado de algunos territorios más dinámicos y activos de España»[13].
En tercer lugar, tenemos que desdibujar la línea de los nacionalismos periféricos. Estos siempre buscarán una forma para distanciarse de lo español e identificarse con lo propio. No dejemos que el nacionalismo catalán se apropie de la lengua como elemento decisivo para su constitución. El catalán no pertenece solo a los catalanes independentistas, sino a los españoles. Hablemos el catalán en otras partes de España, tengamos interés por aprender la riqueza de nuestro país. No podemos invocar a la pluralidad y, al mismo tiempo, rechazar lo que, supuestamente, les compete solo a los catalanes o los vascos. Presentemos propuestas para articular la posibilidad de estudiar el catalán o el euskera en otras comunidades. Ojalá un extremeño, un andaluz o un madrileño tuvieran en sus planes educativos alguna optativa en la que pudiesen estudiar otra lengua de España. Y, por supuesto, contemos con la responsabilidad personal de cada ciudadano, que debe conocer su propia realidad política. Normalicemos que lo que es de ellos también sea nuestro. Solo así el nacionalismo será derrotado.
Se podrá pensar que con esta medida lo único que se conseguiría es una victoria más clara de los nacionalistas. Todo lo contrario. Cuando entendemos la manera en la que se desenvuelve políticamente esta ideología —como contraposición y enemistad—, vemos con mayor claridad que no hay nada más inteligente que ensalzar lo que ellos creen que es solo de ellos, no hay nada más honorable que compartir entre nosotros la riqueza histórica y cultural que nos une.
Apelar a la política como deliberación conjunta es hacerlo a la libertad. Implica que España, una realidad construida fruto del esfuerzo de muchas generaciones, depende de nosotros y que en nuestras manos está decidir qué queremos hacer con ella.
[1] Enric Prat de la Riba, La nacionalidad catalana (Alianza, Madrid, 1987) p. 94.
[2] Enric Prat de la Riba, La nacionalidad catalana (Alianza, Madrid, 1987) p. 112.
[3] C. J. H. Hayes, El nacionalismo, una religión (UTEHA, México, 1966) p. 223.
[4] Obras Completas (Alianza Editorial-Revista de Occidente, Madrid, 1983) vol. XI, 440
[5] Obras Completas (Alianza Editorial-Revista de Occidente, Madrid, 1983) vol. VIII, 24
[6] J. G. Fichte, Discursos a la nación alemana (Tecnos, Madrid, 1988) p. 130.
[7] C. J. H. Hayes, El nacionalismo, una religión (UTEHA, México, 1966) p. 238.
[8] Enric Prat de la Riba, La nacionalidad catalana (Alianza, Madrid, 1987) p. 68.
[9] A. Cruz Prados, El nacionalismo, una ideología (Tecnos, Madrid, 2005) p. 141.
[10] Andrés Blas de Guerrero, Escritos sobre nacionalismo (Biblioteca Nueva, Madrid, 2008) p. 20.
[11] Andrés Blas de Guerrero, Escritos sobre nacionalismo (Biblioteca Nueva, Madrid, 2008) p. 88.
[12] J.L. González Quirós: Una apología del patriotismo (Taurua, Madrid, 2002) p. 167.
[13] Andrés Blas de Guerrero, Escritos sobre nacionalismo (Biblioteca Nueva, Madrid, 2008) pp. 47-48.