Rara vez ha sido característica de la especie humana el trato benévolo a los enemigos. Pero es difícil encontrar en la historia un período en el que se hayan cometido mayores atrocidades que en nuestro civilizado siglo XX. Los campos de concentración y exterminio pudieron existir antes; pero nunca llegaron al nivel del siglo pasado, en el que fueron el resultado de comportamientos racionales cuyo objetivo era conseguir sociedades supuestamente más justas o razas supuestamente más puras, sin preocuparse de los costes que esto tendría para muchos millones de personas.
Los soviéticos fueron los primeros que utilizaron de forma masiva y sistemática los campos de concentración desde la década de 1920. Basándose en la estructura de los campos creados por el régimen zarista, desarrollaron una red muy amplia de centros de internamiento por los que pasaron millones de personas. Se calcula que más de un millón y medio de presos murieron en estos campos entre 1930 -cuando se creó la siniestra organización «Gulag»- y 1953, año del fallecimiento de Stalin. Y esto fue sólo una mínima parte de los muertos ocasionados por el sistema soviético. Si sumamos los fallecidos en las deportaciones masivas, ejecuciones y hambrunas la cifra de víctimas podría alcanzar los sesenta millones.
En lo que a campos de exterminio hace referencia, no cabe duda de que fue la Alemania nazi la que batió todos los récords. Se calcula que en ellos fueron asesinados entre cinco y seis millones de judíos. Pero el número de víctimas fue mucho más elevado, ya que pudo superar los diez u once millones, si incluimos a otros grupos étnicos, prisioneros de guerra, disidentes políticos, etc.
De Europa a Asia
La guerra terminó en 1945; pero la historia de los campos de concentración estaba lejos de haber concluido. Cuatro años después, los comunistas tomaron el poder en China y la historia se repitió de nuevo. Se considera que el régimen de Mao fue responsable de más de setenta y cinco millones de muertes, no sólo en los campos de prisioneros, sino, sobre todo, debido a las hambrunas que provocaron las políticas disparatadas de los dirigentes del nuevo régimen.
Pero si tuviera que elegir al gobernante más cruel del mundo contemporáneo, no me decantaría por Mao, Stalin o Hitler, a pesar de sus crímenes. Mi candidato sería Pol Pot, el líder de los jemeres rojos camboyanos. Pol Pot gobernó durante un período de tiempo bastante corto, entre 1975 y 1979; pero los efectos de sus políticas en estos años fueron terribles. Obsesionado por la idea de que su misión era no sólo crear un nuevo régimen político basado en el comunismo, sino también un hombre «nuevo» fiel a sus principios, puso en marcha el sistema de terror y encarcelamientos masivos más sanguinario de nuestros tiempos. Si alguien no se mostraba lo suficientemente adicto al nuevo sistema y a la nueva moral, había que «reeducarlo»; y, si se resistía, exterminarlo. Camboya tenía entonces unos ocho millones de habitantes y se calcula que más de un millón trescientas mil personas murieron en campos de concentración. Si añadimos las ejecuciones masivas realizadas fuera de éstos, parece que fueron asesinados más de dos millones de personas, más del 25% de la población del país, en un proyecto demencial de reforma de la humanidad.
Ante estos datos terribles, una pregunta es inevitable: ¿por qué? Una respuesta sencilla sería decir que todos estos dictadores fueron unos sádicos sanguinarios. Y algo de esto puede haber, sin duda. Pero tal explicación parece muy insatisfactoria. No cabe duda de que Stalin, Hitler, Mao o Pol Pot creyeron realmente que estaban haciendo algo importante para salvar a sus países, cuyo gobierno asumieron en condiciones difíciles. Lo sorprendente es que estuvieran convencidos de que la muerte de millones de personas no era un problema relevante. Y, naturalmente, no actuaron solos. Miles de políticos, militares y funcionarios colaboraron en estas grandes matanzas. ¿Por qué lo hicieron? Algunos, sin duda, estaban fanatizados y estaban dispuestos a seguir hasta la muerte a sus líderes. Otros, en cambio, fueron personas ambiciosas sin prejuicios que buscaban su cuota de poder; o simples funcionarios obedientes, que pensaban que cumplían con su deber. Hannah Arendt popularizó la expresión la «banalidad del mal» para hacer referencia a estos comportamientos burocráticos, en los que el funcionario, en vez de resolver un expediente administrativo para conceder, por ejemplo, una licencia, diseñaba un sistema de exterminio masivo de la forma más eficiente posible. Pensaban que cumplían con su deber y nada más.
Es el pasado, sin duda. Pero ¿estamos realmente seguros de que estos horrores no volverán a repetirse?