En las últimas horas, la sentencia dictada por el Tribunal Supremo a cuenta de los sucesos del 1 de octubre de 2017 ha levantado una tremenda polvareda. Nadie parece satisfecho. Como era de esperar, ha exaltado a los independentistas, que han encontrado en ello la excusa para protagonizar unos lamentables disturbios. Para muchos otros, la condena ha resultado demasiado tibia. Entre otras cosas, se ha desoído la petición de la Fiscalía relativa a que los líderes del ‘procés’ deban cumplir la mitad de la pena para disfrutar de los beneficios penitenciarios.
En efecto, dentro tres meses, estarán en la calle, dado que su encarcelamiento está controlado por la Generalitat. El precedente de Oriol Pujol así lo indica. Se le impuso una sentencia firme de dos años y medio de prisión por cobrar comisiones en un concurso de estaciones de ITV. En menos de dos meses, es decir, sin haber cumplido la cuarta parte de la condena, ya se hallaba en un régimen de semilibertad, lo que introduce la duda de si los españoles somos iguales ante la ley. Los violentos no temerán continuar con sus acciones, ya que la pena efectiva, en caso de que les detengan, resulta ridícula. Esto propicia que la crispación persista, y que la libertad esté constreñida para los catalanes que también se consideren españoles.
Pese a la gravedad de delitos como la sedición, sorprende la escasa importancia que se ha concedido al de malversación de dinero público. Parece una falta menor que estos políticos ordenasen el pago de gastos del ‘procés’ desde las partidas presupuestarias de las que eran responsables. De acuerdo con la sentencia, cometieron la deslealtad de poner a sus respectivos Departamentos al servicio de una estrategia incontrolada de gasto público. Lamentablemente, estos altos cargos no van a devolver de su bolsillo los tres millones de euros que, se estima, malversaron en el referéndum ilegal. Como mucho, pasarán algún mes más en la cárcel, con lo que el desfalco les saldrá barato. Inflija usted un robo similar a otro particular y permanecerá años entre rejas.
Cuando la pasión secesionista se apodera de la razón, se contagia un sentimiento colectivo entre sus partidarios que se erige como prioridad indiscutible. Esto lleva a descuidar lo relevante en el largo plazo. En el momento en el que los políticos se dedican casi en exclusividad a conseguir la independencia, los servicios esenciales se deterioran, porque les preocupan menos. Así, el daño más grave que causa el nacionalismo radical a los catalanes es el hundimiento de su economía. Algo que los futuros damnificados debieran tener en cuenta ahora, dado que, cuando la situación empeore, exigirá mayores sacrificios.
Tampoco les convendría olvidar que la factura del secesionismo no la van a abonar los políticos, sino ellos, los ciudadanos. La salida de 5.400 empresas de Cataluña tendría que haberles alertado, pero el frenesí independentista se trata de una droga que impide ver lo irreversible del deterioro. Por ejemplo, no se calibra la pérdida de imagen que sufren las marcas y productos catalanes ante aquellos consumidores contrarios a la ruptura de España. Otro posible efecto es que buena parte del capital humano más valioso mueve el radar para buscar oportunidades fuera, conscientes de que el separatismo catalán constituye un problema que va a pasar de crítico a crónico.
Civismo publicó el 15 de marzo de 2018 un estudio que cuantifica el coste del proceso soberanista catalán. Calculó un impacto, solo en 2017, de 827,9 millones de euros. Si se suman sus efectos desde 2004 (fecha en que este movimiento comenzó a tomar fuerza), las pérdidas ascenderían a 18.535 millones de euros. Otro dato pavoroso: en los últimos tres años, la inversión que ha ido a Cataluña desde otros lugares se ha reducido un 64%. Motivos más que suficientes para que, de una vez por todas, los partidos constitucionalistas sean responsables y se pongan de acuerdo en la tarea de detener las sangrías nacionalistas.