Recuerdo el día en que desperté a la política. Corría el año de 1954 y el sindicato falangista de estudiantes organizó una manifestación de protesta por la visita de la reina de Inglaterra a Gibraltar. Naturalmente, las autoridades que habían consentido esa convocatoria enviaron un destacamento de policía para proteger sin contemplaciones la embajada del Reino Unido. Corrió por Madrid el pormenor de una conversación telefónica entre el ministro de la Gobernación y el embajador: “Señor embajador, ¿le envío más policía?” “Mejor me envía menos estudiantes”. Yo no había participado en la algarada, pues creía (y creo) que no se deben cambiar las fronteras por la fuerza. Pero quedé indignado, como otros muchos compañeros, de que se nos hubiera metido en esa ratonera. A partir de ahí comenzó el movimiento estudiantil que culminó en las revueltas de febrero de 1956, en las que tomé parte activa, centradas en pedir más libertad intelectual en la Universidad y más democracia política en la vida nacional.
ANGUSTIA JUVENIL. Al principio mi nueva situación anímica me produjo sobre todo angustia. Empecé a preguntarme qué consecuencias podía tener para mi vida y mi persona el aceptar una filosofía liberal y democrática cuyo contenido apenas intuía. Las (para mí) nuevas ideas iban a contrapelo de lo que se estilaba en España. El general Franco gobernaba el país con mano firme.
Aborrecía la mera idea de libre discusión, competencia entre partidos, sindicación espontánea. Atribuía a una “conspiración judeo-masónica” los males de la patria. El siglo XIX, el siglo liberal por antonomasia, era para él un compendio de desórdenes, guerras civiles, atraso económico. Aunque la caída de la monarquía y la llegada de la república habían tenido lugar bajo hados de concordia, el experimento había desembocado en un río de sangre. El nuevo régimen estaba llevando adelante la reconstrucción económica del país a la usanza del general Primo de Rivera, sobre la base del proteccionismo y del fomento de la empresa pública. ¿Era deseable la restauración de la monarquía, ya que la república había acabado tan mal? La inclinación de la mayoría de mis amigos hacia el socialismo y el comunismo, ¿señalaba un camino adecuado para España? El capitalismo, denostado tanto por franquistas como por socialistas, ¿era de verdad un sistema económico injusto y explotador?
Las multinacionales, ¿eran esclavizadoras del pueblo y destructoras de la soberanía nacional? Solo con estudio y experiencia pude ir contestando esas preguntas e ir construyéndome un ideario liberal coherente y hecho de realidades. Aún son muchos los que han de dar ese paso.
Mis antecedentes de estudiante rebelde llevaron a que las autoridades me privaran de la oposición a la Escuela Diplomática que yo había ganado. En compensación, mi padre se ofreció a financiarme generosamente un doctorado en la London School of Economics. Allí, a pequeños pasos, continué mi camino hacia el liberalismo clásico que ahora entiendo y defiendo. Mi arribada a la gran academia de ciencias sociales de Londres tuvo un momento definitorio. Durante mis estudios en la Facultad de Derecho de Madrid me había llamado la atención un libro en que hojeé un estante madrileño, La sociedad abierta y sus enemigos de Karl Popper (1945). Aparecían retratados en la portada tres de esos enemigos, Platón, Hegel, y Marx, chocante conjunción de grandes figuras que yo había aprendido a respetar. De camino hacia el refectorio de mi nueva Facultad, vi una cartela en la puerta de un despacho: “K. R. Popper”. Pregunté al diminuto profesor allí sentado: “¿Es usted el autor de La sociedad abierta?” Así entré en el universo popperiano.
En la historia del liberalismo del siglo XX la figura de Popper sigue siendo controvertida. Los elementos fundamentales de su visión son parte del acervo filosófico del liberalismo occidental: la ciencia avanza, no por inducción sino por conjeturas y refutaciones; la verdad es un ideal que nos inspira sin que podamos saber a ciencia cierta si la alcanzamos; la historia no está gobernada por leyes universales, como creían Hegel y Marx; el comercio es el mejor amigo de las libertades, como lo fue en la Atenas clásica. Sin embargo, en ese primer momento acepté sin condiciones su visión socialdemócrata del liberalismo. Me quedé a medio camino en la cabal comprensión de una filosofía basada en el individualismo. Estudié por su consejo la obra de Stuart Mill, quien sostenía que, una vez producidos los bienes en el mercado competitivo, estos se podían repartir por criterios de justicia, separándose él así de quienes cifran el destino de la libertad solo en la existencia de mercados libres. Aún habría de descubrir yo el vacío de un concepto de justicia que maniata el progreso de la sociedad en nombre de la igualdad.
En una segunda estancia en la LSE dirigí mis lecturas hacia las enseñanzas de economistas como Hayek, Friedman y Gary Becker, que me hicieron ver que, en las propuestas para una sociedad justa, no habría que soñar utópicamente con “lo mejor”, sino permitir que emerja lo que es compatible con la naturaleza humana. La ciencia económica muestra que lo deseable puede ser imposible; enseña a tomar en cuenta los incentivos que mueven a los individuos, y pone su confianza en las instituciones mercantiles que nos cobijan. Es un grave error el creer que las sociedades son gobernables a impulsos de nuestro buen corazón. Los inventos “sociales” del último siglo y medio (la educación pública, la medicina gratuita, la cultura al servicio de la nación, sea esta España o Cataluña), el estado de bienestar en suma, se están desplomando ante nuestros ojos: ¡lamentable sorpresa de los españoles de todos los partidos al descubrir por fin la imposibilidad de un sistema de pensiones sin ahorro! En suma, aprendí que la filosofía social y política está fuera del alcance de quienes no saben economía.
EL MIEDO A LA LIBERTAD. El centro del liberalismo clásico es la confianza en la capacidad para el bien del individuo en sociedad. Claro está que la naturaleza humana padece graves defectos, sobre todo de la tendencia a utilizar la violencia para imponer nuestra voluntad a los más débiles. Un reciente ejemplo es el de la “carrera por colonizar África”, hecha oficial tras el Congreso de Berlín de 1883 (una época de explotación que apenas se está acabando ahora). Cuando paso por delante de los leones del Congreso, fundidos con el bronce de los cañones tomados en la guerra de Marruecos de 1860, me pregunto: “Pero, ¿qué se nos había perdido a los españoles en el Rif?” La historia de esa explotación es la misma que la de los franceses en todo el norte de África o, aún peor, la de los americanos en Filipinas y los belgas en el Congo (relatada en El corazón de las tinieblas de Conrad). Pero en una parte creciente de nuestra vida social hemos abandonado la violencia. Nos basamos sobre todo en el intercambio voluntario, en el comercio nacido de “la propensión a trocar, cambiar, y permutar una cosa por otra”, típica del ser humano, que decía Adam Smith. Añadió: “No es de la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero de la que esperamos nuestra cena, sino de la consideración de su propio interés”. De aquí que, cuanto más civilizada y respetuosa con los demás vaya haciéndose la sociedad, mejores resultados se obtienen con “el sistema de la libertad natural”. La pobreza del mundo está siendo derrotada por el libre comercio, no por Oxfam.
Sin embargo, aún pesa la idólatra costumbre de creer que todo se desordena si no hay un cabecilla encargado de vigilarnos a todos. En especial, los ignorantes defienden una idea de la democracia mostrenca contraria a la filosofía individual. La democracia es la prosecución del individualismo por otros medios. Los individuos acordamos una Constitución para no ser explotados por mayorías coyunturales. ¿Persistirá el miedo a la libertad?